jueves, 17 de diciembre de 2009

Cuento de navidad


La gomina brillaba es su puntiagudo pelo. El espejo reflejaba una cara guapa, un culo respingón enfundado en unos ajustados vaqueros y un “pecho tabla” dentro de una ceñida camisa negra. Jesús se miraba de refilón en un espejo y se veía guapo. Pensaba que, un año más la cena de navidad de la empresa le haría perder la noche. Una noche aburrida en la que García, el informático, contaría sus mismos chistes sin gracia, en la que Fermín Sánchez acabaría borracho como una cuba dormitando sobre la mesa del restaurante y en la que la fea de Julieta llevaría ese escote que dejaba entrever sus enormes pechos. Un año más su jefe acabaría contando como cuando tenía quince años tuvo que emigrar a Alemania dónde ahorró todo lo que ganaba para montar esta empresa que con tanto sudor les mantenía a todos. Y tendría que beber sin ganas y brindar por el año nuevo y por la felicidad de todos y porque, como todos los años, les acabara tocando la lotería.

Por fin, tras elegir cuidadosamente su ropa “por si caía algo”, bajó a trompicones las escaleras que comunicaban la buhardilla dónde vivía con el último piso, un sexto donde llegaba el ascensor. Condujo su flamante Opel Cadet GSI hasta la puerta del restaurante, y se resignó a pasar una mala noche en compañía de aquellos compañeros casposos a los que odiaba a muerte.

Una vez hizo acto de presencia, se dio cuenta que este año, una señora de cierta edad, pero de buen ver, acompañaba a su jefe. Se la presentaron como Candi, la esposa del Jefe.

Empezó la cena y observó que la tal Candi, no le quitaba ojo. Entre chiste y chiste de García y las sonoras risotadas de Julieta, que este año tenía un escote aun más pronunciado y que de vez en cuando, entre risa y risa, le ponía la mano en el muslo, miraba de refilón hacia la posición del Jefe y de su esposa que seguía poniéndole ojitos.

Harto ya de tanta manita en el muslo, se levantó de la mesa y se dirigió al baño. Allí, después de una prolongada micción, estuvo acicalándose un poco. Cuando salió del baño de los chicos al habitáculo en el que se encontraban las puertas de ambos baños, se dio de bruces con la mujer del jefe. Ésta, tras una mirada lasciva que apenas duró un par de segundos, se abalanzó hacia él y le metió la lengua hasta la campanilla. La verdad es que la mujer del jefe estaba buena. Debía de tener unos cuarenta o cuarenta y cinco años y era esbelta, rubia de bote y con un cuerpo escultural. Un culito pequeño y respingón y unos senos ni grandes ni pequeños, como una 90. Estaban comiéndose los morros apasionadamente, cuando se abrió la puerta del hall del baño y apareció la roja cara seca e imberbe del jefe. Se quedó perplejo y pálido. A una sensación de pasmo inicial, vino una verborrea retahíla de insultos, la amenaza del despido para Jesús y del divorcio para Candi. Salieron del baño uno a uno y Jesús fingió una indisposición repentina para abandonar la cena.

Tres días más tarde, mientras Jesús miraba la pantalla de su ordenador, el encargado Adolfo se encaminó hacia su mesa. Se plantó frente a él y le indico que el Jefe quería verlo. Con la cabeza baja y el ánimo por los suelos, pensando en la segura cola del paro, llamó a la puerta del Gran Jefe. Allí estaba Jesús dispuesto a escuchar otro sermón justiciero y a recibir la carta de despido. Para su sorpresa, el Jefe lo mandó sentar, le ofreció whisky o café y le dijo con voz muy baja y seria:

-“Verá Jesús, esto es confidencial y espero que no salga de aquí. Mire yo quiero mucho a mi mujer, y a ella usted le ha gustado mucho, mucho. Y yo no doy la talla. Así que he pensado que le voy a dar un par de horas dos días a la semana y va usted y cumple como yo no puedo, ¿Vale?”