viernes, 1 de abril de 2011

Vivir bajo un puente, cuento

A Merche y a Román, la vida nunca les trató muy bien. Son de ese tipo de gente que atrae los problemas. Merche, nunca fue una belleza, más bien todo lo contrario. Su pelo siempre extremadamente corto, su pecho tan pequeño que ni siquiera llega a abultar por debajo de sus camisetas y su extremada delgadez, junto con un rostro varonil, facilitaban que alguna que otra vez le hubieran tomado por un chico. Román es de esas personas con cara de bonachón. Moreno, cara redonda, facciones poco pronunciadas, ojos un pelín achinados y una especie de verruga blanca en la mejilla derecha. Pero la suerte, nunca supo encontrarle o él no supo buscarla.

Merche, se escapó de casa a los catorce años, cansada de las palizas de un padrastro al que le circulaba alcohol por las venas en lugar de la sangre. Porque no era sangre el líquido pardusco y viscoso que le salía por la piel cuando se cortaba, era vino tinto. Merche nunca tuvo trabajo remunerado porque desde el abandono del hogar materno siempre había vivido en la calle. Primero, en los arrabales del Madrid de los ochenta, dónde no era difícil llegar a un descampado cercano a la civilización, coger unos cuantos palés de madera, unos cartones y unos plásticos y construir una chabola dónde malvivir. El tiempo de permanencia, dependía de la necesidad del propietario de pegar el pelotazo y construir. Más de una vez, a la vuelta de la recogida del cartón con el que sacaba el sustento de su casa, se encontró con la policía a la entrada de lo que horas antes había sido el poblado chabolista. Entonces, esperaban a que las máquinas y la madera se fueran para recoger cuatro cosas salvables, y marcharse en busca de otro lugar en el que montar su nueva casa. Nunca quiso trato alguno con el género masculino. La experiencia con su padrastro hubiera colmado el vaso de tres generaciones, y Merche ya había tenido bastante.

Román, sin embargo, era una persona venida a menos. Una de esas que, la crisis de los noventa, dejó en el paro, sin esposa, sin hijos y sin casa. Román era un hombre de los de siempre. De aquellos que, hasta que la obligatoriedad de enseñanza acabó con el trabajo juvenil, maduraba a ritmo de golpe de escoplo, de martillo o de recorrer las calles de la ciudad haciendo los mandados del Jefe. A Román su padre le sacó de la escuela con catorce años recién cumplidos, para llevarle a una de las escuelas de la vida: una carpintería. Durante seis años, rascó, lijó, barrió, quitó cola de carpintero seca, limpió el polvo del serrín metido entre los tornos y la fresadora, afiló bureles, escoplos y gubias, cualquier cosa, menos serrar, esculpir, pegar o barnizar que tenía terminantemente prohibido. A los dieciocho, empezaron a dejarle que echara una mano serrando piezas por las marcas, barnizando las primeras capas de puertas o sillas y haciendo alguna que otra caja de encaje. Con veinticinco ya sabía lo suficiente para ser oficial y podía encargar al nuevo aprendiz las tareas con las que él mismo había empezado. Coincidiendo con su llegada a la oficialía, se casó con Rosa Mari, la vecina del cuarto. Una vecina que jamás le dirigió la palabra y que le miraba por encima del hombro hasta mayo del 88, cuando, un caluroso día de los que, a veces hace en mayo en Madrid, Rosa Mari estaba en la ventana medio desnuda (o desnuda entera porque él sólo veía la mitad de su cuerpo. ¡Y vaya cuerpo!). En un principio, Román pensó que no era verdad, que era un espejismo. Pero no había espejismo posible porque la ventana de Rosa Mari estaba abierta. Román vivía sólo en casa. Se fumaba un cigarrillo en la terraza cuando divisó a la vecina de enfrente de un piso más abajo. A ella, no parecía importarle que Román la mirara con esa cara de embobado y tan ensimismado que los dedos que asían el cigarrillo, se abrieron y cayó barandilla abajo. Rosa Mari, se tocaba los senos mirando a Román. Y le hacía señas para que bajara. Román no entendía nada, pero una oportunidad así, no se le volvería a presentar en la vida. La vecina acabó pidiéndole a voces que bajara. Y bajó. Cinco meses después sonaban campanas de boda en la parroquia del barrio. Y siete meses después de ese primer encuentro, nacía Marcela, una niña robusta de tres kilos y medio y cincuenta y un centímetros. Dos años después nacería Guillermo, un casi albino de ojos azules que no se parecía a nadie de la familia. Ramón consentía y callaba.

En el 92, cuando llegó la crisis, la carpintería empezó a tener menos encargos y Román acabó en el paro. Un año después, firmaba el divorcio en el que dejaba el piso de sus padres a su mujer y a sus dos hijos bastardos.

Román buscó una pensión barata del centro de Madrid con las treinta mil pesetas que le quedaba del paro después de pasarle la pensión a su ex y a sus hijos. Pero el paro se acabó un año después. Un año que pasó tan deprisa que le pareció una semana. Buscaba trabajo de carpintero y cuando descubrió que no lo encontraría y que la búsqueda debería abarcar todo tipo de trabajo, la patrona le había sacado la maleta al descansillo.

Conoció a Merche en un albergue. Una temporada en las que a ésta le dio por acercarse a la sociedad e integrarse en ella. Buscaba trabajo, pero no lo encontraba y las dos veces que se lo dieron, limpió dos cocinas enormes y llenas de mierda y acabaron no pagándola.

Merche y Román congeniaron casi de inmediato. Y de inmediato abandonaron el albergue y se fueron a montar una chabola por esos campos de dios. Pero a mediados de los noventa, ya no era tan fácil montar chabolas y todos los poblados estaban controlados por cárteles de la droga. Así que, tras varios meses deambulando por calles, durmiendo en parques y en el Metro, encontraron un ojo de un puente. Un puente por el que no pasa agua ni de cerca. El ojo había servido de almacén para unas obras de un edificio de oficinas cercano y estaba tapiado completamente en una de sus bocas y parcialmente en la otra. Además tenía una puerta. El único inconveniente era que los coches pasaban demasiado cerca. La M-30 era su orquesta desafinada por las noches. A pesar de todo, Merche y Román se instaron allí y fueron felices unos años.

Pero Merche y Román nunca han conocido la suerte. Hace tres meses una señorita con chaqueta de color rojo burdeos y el escudo de Madrid en el bolsillo, les entregó un papel que decía que debían desalojar. Después de casi dieciséis años de una vida casi normal, de una vida de integración, les quieren echar. La M-30 desapareció hace cuatro o cinco años y ahora, han plantado hierba y han hecho caminos de cemento por los que corre la gente y pasean los padres con cochecitos de bebés. Por dónde la gente mata el tiempo en bicicleta. Caminos que sirven a la gente ociosa para encontrar su libertad.

Hoy es un día triste. La policía les ha echado de su casa. Una máquina ha convertido las paredes en escombros y le ha dado al ojo del puente su primitivo aspecto. Al fondo, unos carpinteros preparan una especie de templete. Una brigada del SELUR limpia los restos de los escombros. Diez barrenderos acondicionan el nuevo parque. Una brigada del ayuntamiento con sus chaquetas rojo burdeos preparan junto a la antigua casa de Merche y Román una cinta con los colores de la bandera de España. Horas más tarde, el alcalde Gallardón inaugura el parque a mes y medio de las elecciones municipales. Román y Merche, nunca han tenido suerte y esta vez, una inauguración de un parque, se ha cruzado en su camino. Los pobres, aunque no hagan mal a nadie, aunque no molesten y aunque quieran vivir la vida de los demás, no dan buena imagen en las inauguraciones. Si el puente hubiera seguido siendo el nido de yonquis que fue, antes de que Román y Merche lo limpiaran, si no hubiera habido elecciones y si la crisis no hubiera acabado con casi todo lo que inaugurar, el ojo del puente seguiría siendo una casa. El parque lo dejarán morir, como hacen con casi todo, Gallardón, no volverá a pisar por allí nunca, pero a Merche y Román, les han vuelto a quitar la vida.