viernes, 13 de noviembre de 2009

Al pan, pum y al enemigo, fuego!


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Cuando la impunidad y la prepotencia se juntan con la inmundicia aparece el dictador. Ese que acusa a los demás de lo que a él le gustaría hacer. Ese que, sabiendo que nada le puede pasar porque detrás de él hay amigos del alma que le lavan los trajes, aturulla al prójimo con amenazas camufladas en susurrantes insultos.
Camuflar esas amenazas en aguas ya pasadas y de otro río, son un insulto a la inteligencia y un intento por distorsionar la historia. Aquí los que sacaban a las personas inocentes de sus camas, les arrancaban de sus esposas e hijos y les llevaban a pasear infinitamente por el alba, eran, han sido y son siempre los mismos. Los que se levantaron en el 36 contra el gobierno legal de España, los que durante casi cuarenta años torturaron y ejecutaron a garrote a los que no eran de su cuerda, los que una vez aprendida la trampa de la democracia, abusan del poder que les dan las urnas y lo dedican a engrandecer sus cuentas corrientes y las influencias a sus amigos del alma.
Acusar a los demás de lo que a uno le gustaría hacer, simplemente es de un demente, de un estúpido o de ambas cosas a la vez. Amenazar veladamente cuando uno teme que le hayan cortado las alas políticas, demuestra la calidad del personaje.
Así, lo sucedido ayer, por mucho que se de en el acaloramiento del fragor parlamentario es propio de países, dónde en lugar de hablar se llega a las manos, dónde el que se sale del redil, es abatido con escopeta, dónde el que manda, manda y no importa quién ostente el gobierno. Es España, por desgracia, tras más de treinta años desde la muerte del enano con voz de eunuco, el que mandaba sigue mandando independientemente de lo que hayan dicho las urnas. El poder judicial se ha llenado de los hijos de aquellos gerifaltes con gafas de sheriff de Alabama, que entre misa y misa dictaminan contra los que van contracorriente y a favor de los amigos del alma y de los miembros de su propia secta. El pueblo sigue con la boca abierta viendo como todo sucede, sin su intervención, como quién ve una película. Se creen que con sacar la entrada cada cuatro años, los actores sabrá hacer el papel que les gustaría y no se dan cuenta que el guión lleva escrito más de 60 años. El cine debiera convertirse en teatro de calle, pero a la gente le gusta más la butaca de calefacción que el estar de pié en la puta calle. Y así, personajes asesinos en potencia (sólo hace falta que se den las circunstancias propicias) gobiernan comunidades, diputaciones y ayuntamientos, hacen, deshacen, nombran, desnombran, contratan y atienden a quien les viene en gana. Algunos inclusive siguen llevando las gafas de sheriff. Y todo esto con un público que jalea desde la vitrina, eso si calentito.

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