miércoles, 13 de enero de 2010

Dios proveerá

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Blas siempre fue un hombre taciturno, cejijunto, solitario y un poco apocado. Nunca se permitió ni un sólo capricho. Ni siquiera gastaba en lo básico. Malvivió setenta años en la que fue primero la casa de su abuelo, luego la de su padre y más tarde de él. No había muchas diferencias entre la casa del abuelo y la de Blas. Nunca quiso gastarse ni un cuarto en superfluidades como el agua corriente. Tenía fluido eléctrico aunque sólo lo usó para alumbrarse. Jamás vio la televisión de la que decía que era obra del demonio, ni escuchó la radio. Nunca osó leer un periódico aunque de chico, le obligaron a asistir la escuela de aquel pueblo castellano dejado de la mano de dios. Desde que se casó no volvió a pisar la taberna. Asistía a misa todos los días en los que se celebraba. Hacía acto de presencia en los entierros pero nunca asistía a bodas, banquetes ni fiestas mayores. Era una persona correcta y educada. Nunca se le vio discutir con nadie. Saludaba correctamente con un “Buenos días” o “Buenas tardes” cuando se encontraba con algún convecino y si alguien ponía en duda sus peregrinas ideas, le dejaba con la palabra en la boca y salía como alma que lleva el diablo. Comía todos los días a la una del mediodía y se regía por el horario que marcaba el sol. A las nueve de la noche estaba en la cama tanto en invierno como en verano y se levantaba con las primeras luces del alba, aunque después de la jubilación no tuviera nada urgente que hacer. Cavaba su huerta a pala y jamás utilizó un abono químico. Daba grandes paseos y le recriminaba a su mujer constantemente que le gustaran las telenovelas que veía en casa de su hermana, aunque nunca le alzó ni la voz ni la mano.
Blas no tuvo descendencia y su esposa murió cuando el contaba con sesenta y seis años de edad. A partir de ese momento su escasa vida social cayó en picado y se volvió aún más raro, escurridizo y maniático. Los cuatro años y dos meses que sobrevivió a su mujer fueron muy duros. Duros para él, pero sobre todo para la única sobrina que tenía que le reprochaba diariamente que no dejase que le limpiara la casa y que le increpaba por no lavarse lo suficiente y por vivir en las condiciones en las que lo hacía.
La muerte de Blas fue todo un acontecimiento en el pueblo. No por la muerte en si, porque, aunque nadie era amigo de Blas, a nadie le hizo nunca daño y los vecinos le respetaban. Pero sus convecinos siempre habían pensado que Blas apenas tenía recursos y que su mala vida se debía a la carencia de dinero. Pero al leer su testamento se llevaron una gran sorpresa. Blas era inmensamente rico. Tenía más de cien millones de pesetas en el banco, un piso en la capital y varias tierras que había ido adquiriendo en secreto. Blas le dejaba la casa en la que vivieron sus ancestros a su única sobrina y el resto de la herencia se lo donaba a la parroquia del pueblo para que levantaran el tejado de la iglesia y lo hicieran nuevo y reconstruyeran una ermita que hacía varios años que había acabado con el campanario en el suelo. Eso fue tema de conversación durante varios meses en la taberna y corrillos de los vecinos.
Resultó que pasados cinco años desde la muerte de Blas, el tejado de la iglesia seguía en el mismo estado, de la ermita ya no quedaban ni los cimientos y de la herencia de Blas nunca más se supo. El alcalde pedáneo escribió una carta al arzobispado solicitando información sobre el comienzo de las obras de la iglesia y de la ermita y sobre el uso que se le había dado a la herencia de Blas. Recibió respuesta a través del cura parroquial unos meses después. El páter le indicó que la iglesia se arreglaría si los vecinos contribuían y que ninguna ermita se levantaría sobre el solar escombrado. Los cuartos de Blas se habían invertido en una operación especulativa llamada Fórum Filatélico y monseñor los daba por perdidos.
Nunca una vida tan mísera como la de Blas había dado tanto beneficio a los pícaros capitalistas. Monseñor, el cura y los estafadores filatélicos habían despilfarrado la amargura, las penas y las necesidades con las que Blas había vivido. Sus carencias, sus ayunos y sus privaciones eran ahora los lujos, derroches y despilfarros de sus herederos.