La iglesia era lúgubre, fría y tenebrosa. A Rafael y a sus amigos no les gustaba la iglesia, pero eran obligados por sus padres a asistir todos los domingos y festivos a misa de 11. Y desde hacía ya un par de meses, además, debían asistir al atardecer a las clases de catecismo que el párroco Don Vicente les daba para que pudieran celebrar la primera comunión. Rafael era un niño despierto y deslenguado. No porque dijera palabrotas o expresiones soeces o mal sonantes, sino porque respondía cuando le preguntaban y cuando no, sobre todo cuando algo de lo que escuchaba no le convencía o le parecía contradictorio o incongruente. A Don Vicente no le gustaba que Rafael respondiera siempre y le pusiera en compromiso. Hacía muchas preguntas de difícil contestación y los demás niños se reían cuando Don Vicente balbuceaba las respuestas. Los capones, tirones de orejas y hasta pellizcos con mechones de pelo asidos entre los dedos, no surgían efecto. Rafael era de esos niños que no se callan ni debajo del agua y siempre dicen la última palabra.
Habitualmente Don Vicente después de la catequesis les decía a Óscar y a Rubén que se quedasen. Rafael sentía una gran envidia porque a él nunca le tocaba quedase a ayudar a ordenar la sacristía y a comerse los restos de las hostias una vez cortadas. Tanto Óscar como Rubén se quedaban pálidos cada vez que el páter les agraciaba con la “suerte” de después de la catequesis. Nunca contaban nada a sus amigos y éstos pensaban que su actitud se debía a que mientras ellos se iban a jugar al escondite, ellos debía quedarse a ayudar al párroco.
Un día, el cura sorprendió a todos con la elección. Hoy sólo se quedaría un niño a ayudarle con la sacristía. Y además tendría el honor de poder ver el tesoro de la iglesia. Para poder quedarse deberían portarse excepcionalmente bien y contestar sólo cuando el páter preguntara. El que mejor se supiera la vida y obra de Jesús sería el elegido. Sorprendentemente la “suerte” tocó el corazón de Rafael y éste no cabía en sí de gozo.
Cuando se quedaron a solas, Don Vicente le dijo a Rafael que si quería ver el tesoro de la iglesia, debía jurar por dios que nunca hablaría de ello con nadie. Rafael juró ante un santocristo que jamás le diría nada a nadie. Don Vicente le conminó a que pasara dentro del armario dónde colgaban casullas, sallas y cinturones de borlas. Allí le dijo que se agachara. Don Vicente se agachó y se arrodilló a su lado. Le puso la mano en su entrepierna y le dijo que dios quería ver si se tocaba. Debía de sacar su pene y enseñárselo al párroco. Rafael se echó a llorar. Le suplicó que le dejara en paz, que no le tocara. Don Vicente le decía que sólo los puros podían ver las joyas de la Virgen y mientras tocaba la entrepierna de Rafael, le instaba a que sacara su miembro. Rafael lloraba y lloraba. No pudo más. De repente empujó con todas sus fuerzas al cura. Éste cayó hacia atrás. Rafael aprovecho para incorporarse y salir corriendo.
Nunca habló de lo sucedido en la sacristía. A sus amigos les dijo que las joyas de la Virgen era una maravilla. De mayor, le daba vergüenza contar su historia. Desde que se emancipó, nunca volvió a pisar una iglesia.
Habitualmente Don Vicente después de la catequesis les decía a Óscar y a Rubén que se quedasen. Rafael sentía una gran envidia porque a él nunca le tocaba quedase a ayudar a ordenar la sacristía y a comerse los restos de las hostias una vez cortadas. Tanto Óscar como Rubén se quedaban pálidos cada vez que el páter les agraciaba con la “suerte” de después de la catequesis. Nunca contaban nada a sus amigos y éstos pensaban que su actitud se debía a que mientras ellos se iban a jugar al escondite, ellos debía quedarse a ayudar al párroco.
Un día, el cura sorprendió a todos con la elección. Hoy sólo se quedaría un niño a ayudarle con la sacristía. Y además tendría el honor de poder ver el tesoro de la iglesia. Para poder quedarse deberían portarse excepcionalmente bien y contestar sólo cuando el páter preguntara. El que mejor se supiera la vida y obra de Jesús sería el elegido. Sorprendentemente la “suerte” tocó el corazón de Rafael y éste no cabía en sí de gozo.
Cuando se quedaron a solas, Don Vicente le dijo a Rafael que si quería ver el tesoro de la iglesia, debía jurar por dios que nunca hablaría de ello con nadie. Rafael juró ante un santocristo que jamás le diría nada a nadie. Don Vicente le conminó a que pasara dentro del armario dónde colgaban casullas, sallas y cinturones de borlas. Allí le dijo que se agachara. Don Vicente se agachó y se arrodilló a su lado. Le puso la mano en su entrepierna y le dijo que dios quería ver si se tocaba. Debía de sacar su pene y enseñárselo al párroco. Rafael se echó a llorar. Le suplicó que le dejara en paz, que no le tocara. Don Vicente le decía que sólo los puros podían ver las joyas de la Virgen y mientras tocaba la entrepierna de Rafael, le instaba a que sacara su miembro. Rafael lloraba y lloraba. No pudo más. De repente empujó con todas sus fuerzas al cura. Éste cayó hacia atrás. Rafael aprovecho para incorporarse y salir corriendo.
Nunca habló de lo sucedido en la sacristía. A sus amigos les dijo que las joyas de la Virgen era una maravilla. De mayor, le daba vergüenza contar su historia. Desde que se emancipó, nunca volvió a pisar una iglesia.