jueves, 22 de abril de 2010

23 de Abril: día del Libro. Cuentos de la Corrupción

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Primera Parte (Publicada el 6-11-2009)




Manuel, se acercaba a casa. Con él iban el conductor de Audi azul marino metalizado e Ignacio, el escolta que no se separaba de él cuando salía fuera de su casa o del trabajo.
Manuel despidió al chófer y al escolta. Acababa de llegar a su casa. Todo estaba oscuro. No había luces ni ruidos. Quizá su mujer se hubiera ido con sus hijos y con el otro escolta al centro comercial. Llegaba cansado de un duro día de reuniones. Además hoy había habido pleno. Todo estaba en calma. La urbanización de chalets de lujo se caracterizaba por el escaso trato de los vecinos entre sí. Y los ruidos no eran habituales y menos a esas horas de la tarde cuando ya había anochecido. En la casa de al lado se veían dos ventanas con luz en el piso superior. Un perro ladraba a lo lejos. Por lo demás todo estaba en calma. Demasiada calma. Manolo empezó a preocuparse. Dio media vuelta e intentó decirle a Ignacio que algo pasaba. Pero el escolta ya no estaba. Ni tampoco el coche o el conductor. No sabía qué hacer. No sabía si entrar a casa o salir corriendo. Empezó a sentirse como en un capítulo del CSI. Se sentía observado. No quería dar la luz por si eso producía una explosión. No podía salir corriendo (aunque es lo que el cuerpo le pedía) , porque no sabía si había francotiradores apuntándole. Empezó a sudar copiosamente. La camisa se le pegaba a la espalda y las piernas empezaban a agarrotarse. Sentía pánico. Estaba inmovilizado en su propia casa sin saber qué hacer. Empezaron a pasar recuerdos por su cabeza a una velocidad vertiginosa. Las primeras amenazas. Aquella carta por debajo la puerta que le advertía del peligro de dejar que su hijo de 12 años fuera sólo al colegio. La nota que recibió en su despacho junto con un jamón de jabugo en la que se hablaba de los peligros de la conducción. Las fotos que su mujer recibió en un sobre en las que salía su marido yendo al trabajo, su marido al levantarse de la cama, su hijo montando en bicicleta, su hijo jugando al baloncesto, ella misma mientras se duchaba, ella saliendo del Corte Inglés, ¡Si hasta había una foto cuando dormían!. Entonces se lo comentó a Alberto. No sabía si ir a la policía. Nunca le amenazaron de muerte explícitamente. Ninguna nota con las fotos. Ni en la nota de los peligros de ir al cole su hijo ni en la que le indicaba la estadística de los accidentes de tráfico se dirigían a él personalmente. Pero Manuel sabía que eran avisos. Alberto le conminó a callar. Ambos sabían de dónde venían las fotos y las notas. Pero no había pruebas para acudir a la policía. Quizá las fotos podían constituir un delito contra la intimidad pero no había remite. Y ¿quién amenazaba a otro con un jamón cinco jotas? Eran amenazas de las que estila la “familia” siciliana.
Y allí estaba ahora Manolo. Muerto de miedo. Atenazado por sus pensamientos. Algo debía de hacer. De pronto se dio cuenta que junto a una de las columnas del porche había un sobre. Era un sobre mediano. No tenía dirección ni remite. Manolo abrió el sobre. Otra estadística. Mujeres que abandonan a sus maridos. De pronto, los faros de un coche le cegaron los ojos. No veía quién era. Sabía que allí estaba su fin. Soltó la cartera, se llevó las manos a la cabeza y juntó su espalda junto a la columna. Flexionó las piernas. Una lágrima se escurrió por su mejilla. Su mujer le preguntó que hacía en esa posición. De pronto se dio cuenta que era el coche de su mujer el que había aparcado junto al porche. Le dijo que estaba asustado, que al no ver luz en casa y al estar todo en calma había pensado cosas horribles. Su mujer le comentó que había mandado a su hijo a casa de los abuelos porque había recibido una llamada en la que le citaban en el Café Aguirre. Ella sabía que no se atreverían a hacerla nada en un sitio público y menos llevando consigo al escolta. Tras más de media hora de espera no se había presentado nadie. Y cuando ella abandonó la casa, el sobre no estaba. Estaba segura. Manolo ya sabía que es lo que tenía que decir al día siguiente en el comité. Nadie le creía pero él sabía el que, y el por qué de esas amenazas. Por esta vez, todo había sido un ataque de pánico. Y se preguntó si la próxima el pánico vendría por una situación real.

***


--Segunda Parte.



No había tenido casi ningún apoyo en el Comité, ni en los días posteriores. Es más, una insidiosa pregunta de una periodista, le había sacado de sus casillas y había contado lo de las amenazas. El revuelo mediático fue tremendo. Una nueva reunión urgente de comité de dirección le había sancionado con la pérdida de militancia, y con el apremio de que dejara el acta de diputado. Pero ahí no habían acabado todos sus males. Las amenazas no habían cesado. A un gato colgado del dintel del porche, habían seguido dos extrañas averías en el coche, un árbol que se cae contra la caseta de la herramienta del jardín y un extraño olor durante varios días a la llegada a casa desde el trabajo.
Manuel, por supuesto no había dejado el acta. No se dejaba amedrentar fácilmente y aunque estaba bastante acongojado con las supuestas amenazas y sobre todo, estaba preocupado por su mujer y su hijo, pensaba que dimitir no sólo no solucionaría sus problemas sino que los empeoraría. La mayoría absoluta estaba en juego y su voto era tan valioso como para tener cogido por los huevos a esos cabrones de la dirección.
Así que Manuel había pasado a engrosar el banco del grupo mixto. Y aunque ya había decidido votar conforme a lo acordado en el partido que le había expulsado, no se lo había comunicado a nadie. Era una jugada que no podía mostrar desde el principio.
Eso sí, le habían despojado de todos los cargos dentro del partido y dentro del grupo en el parlamento, de tal forma que había perdido a sus asistentes en el Congreso y a los escoltas fuera. Su mujer decía que era hora de ir a la policía, pero él no estaba seguro y de todas formas la fiscalía había intervenido de oficio al salir publicada en la prensa la noticia de que le estaban amenazando. Él les había dicho que sólo era una forma de hablar y que era verdad que se sentía amenazado. Sin embargo, nada les dijo de las notas, del gato, del olor, del árbol y de que se sentía observado aunque nunca había visto a nadie que se le quedara mirando o que le siguiera.
Desde hacía unas tres semanas, no había sucedido nada fuera de lo normal. Ninguna nota extraña, ningún suceso extraordinario, ningún animal colgado de su casa o de los árboles de alrededor y el coche no había vuelto a pisar el taller.
De todas formas, y por precaución, todos los días antes de ir al congreso seguía un largo y coñazo ceremonial que consistía en mirar los bajos del coche con un espejo, levantar el capot y mirar dentro, abrir el maletero, mirar las ruedas y ver que en los alrededores no hubiera nada, ni nadie desconocido.
Esta mañana, Manuel tenía pleno de nuevo. Su voto era importante y decisivo. Sus excompañeros le habían preguntado la tarde anterior por su opción de voto. Manuel no dijo nada. Sólo que debía estudiarlo. Por la noche había recibido la visita de Alberto, su jefe de grupo, y de Antonio, dos de los amigos que aún le quedaban en el partido. Tras una charla informal sobre cosas sin importancia, le comunicaron el motivo de su visita. Al día siguiente la votación del congreso sería muy importante para el partido, pero si la perdían cabía la posibilidad de arrinconar a la Verdulera (así la llamaban en petit comité los díscolos con la secretaria general Amelia De Dios i Falset). Y era importante que asistiera y que votara en contra. El ya no pertenecía al partido y el escándalo ya no se produciría. Todo el mundo pensaría que había votado en contra como represalia por la expulsión. Además debería filtrar al diario ABC que su voto sería siempre negativo mientras la verdulera permaneciera al frente del partido. El plan era simple. Los críticos con la dirección habían pensado que, al principio, la verdulera no cedería al chantaje, pero que tras unas cuantas votaciones negativas, empezarían a surgir las voces críticas y Amelia tendría que dejar la secretaría general. Manuel les dijo que lo meditaría y que les mandaría una respuesta por e-mail esa misma noche. Y la respuesta fue afirmativa. Así que, una vez realizadas las comprobaciones de rigor, montó en su Audi con casi los mismos caballos de potencia que los miles de euros que costaba, y se dispuso a conducir hasta el parlamento. El camino era largo. Debía transcurrir por una carretera comarcal unos cinco kilómetros hasta salir a la autopista que le llevara a las calles de Madrid. Conducía tranquilo y sosegado pensando en el plan de sus amigos. El día se plantaba soleado y cálido. La primavera había llegado con toda su fuerza. Los campos empezaban a despuntar de un intenso verde. Las vacas pastaban tranquilamente y algunos burros trotaban mansamente. No había tráfico. A esas horas las madres hacía ya rato que habían vuelto de dejar a los hijos en el colegio y los trabajadores normales se comían el bocadillo en sus centros de trabajo. Por el espejo divisó un motorista que se acercaba a gran velocidad. No era extraño. Muchos moteros aprovechaban el proco tránsito de media mañana para quemar gasolina. Un explosivo ruido le sacó de su ensimismamiento. Ya no controlaba el coche. Volantazo a la derecha, a la izquierda, a la derecha, dos vueltas de campana, el airbag que le quema la cara. Un fuerte dolor en el pecho. El mundo del revés. Las manos rojas. La humedad que cubre el estómago. La vista que se le nubla. El coche que queda boca abajo y una visión aérea. Un fuerte haz de luz que le ciega. Un coche que para. El conductor y su acompañante corren hacia su coche y le preguntan. Él les ve de arriba abajo, les responde a sus preguntas pero no le oyen. ¿Por qué? Si les habla alto. De pronto, se da cuenta que observa todo desde el aire. Ve como sacan su inerte cuerpo de su coche.

En el cambio de rasante, un motorista se baja la visera y se va. Ya no habrá más avisos.


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