jueves, 30 de diciembre de 2010

Cuento contra la violencia de género.


Begoña, siempre fue un poco pavisosa y bastante ensimismada. Quizá su padre tuviera mucho que ver con ello. Desde pequeña, su padre criticaba su carácter, la tachaba de poco inteligente y de no “valer para nada”. Realmente Begoña era una chica guapa, con buen tipo e inteligente. Lo que pasa que su padre trataba mal a todo el mundo. Como antiguo legionario, pensaba que su casa era un cuartel y que todos debían estar a sus órdenes. Chillaba a la madre de Begoña, a su hermano Felipe y a su hermana Fina (de Josefina) y aunque nunca les puso la mano encima, su casa se convirtió, conforme sus hijos iban creciendo, en una olla a presión a punto de estallar. Eso sí, no había domingo ni fiesta de guardar en la que D. Rufino (que así se llamaba el padre) no acudiera con su mejor traje agarrado del brazo de su mujer a misa de doce. Después, vermut, tapas y paseo para envidia de los vecinos y regocijo ante ellos.

Con sólo diecisiete años, Begoña conoció a Damián. Era un chico de la parroquia dónde Begoña y sus amigas se reunían los sábados y domingos y dónde planeaban salidas a la sierra, a esquiar, a la playa o simplemente hacían inofensivos guateques juveniles. Damián era un esbelto joven mayor que Begoña. De tupido pelo negro, nariz respingona, huesudo y con rasgos faciales femeninos. Era todo un tipo guapo. Además, de familia más bien pudiente, vestía siempre a la última de "Lacoste", "Tommy Hilfiger" o "Quicksilver". A Begoña, le gustó Damián desde el mismo día en que le conoció y a Damián le gustó Begoña ya que era lo que los chicos llaman “una tía buena”. Pronto empezaron a “tontear” y se hicieron novios. Damián era siete años mayor que Begoña y trabajaba ya en un despacho de abogados de amigos de su padre. Así que, con tan sólo dieciocho años y ocho meses después de conocerse, las campanas de la iglesia de San Marcial, replicaron tañidos de boda en un veinticinco de Junio cualquiera.

Todo lo que le molestaba al padre de Begoña de su hija, se convirtió en un problema para la relación entre ella y su marido. En los pocos meses que estuvieron de novios, tuvieron varias peleas a consecuencia del carácter retraído de Begoña. Pero Begoña deseaba más que otra cosa, escapar del polvorín de su casa. Salir del infierno dónde, en lugar de aire, se respiraba bilis. Así pues, tras un año de casada y muchas discursiones, Begoña se sentía culpable por no saber entender a su marido. Se decía a sí misma, que su padre llevaba razón y que no valía para nada. Muchas fueron las lágrimas derramadas y las noches de insomnio. Damián, cada día llegaba más tarde a casa y en muchas ocasiones con alguna copa demás. Cuando llegaba borracho, venía de muy mal humor y se ponía violento por las cosas más nimias. A los gritos y los reproches, un día llegó la palma de la mano que se estrellaba en la cara de Begoña. Damián, al instante le pidió perdón y dijo estar arrepentido de un acto irreflexivo e involuntario. Aquella noche, después del perdón, hicieron el amor como nunca antes lo habían hecho. Damián juró que nunca más le pondría la mano encima. Pero las promesas del vino suelen escribirse con tinta invisible. Y a una torta le sucedieron dos y luego tres y más tarde un puñetazo. Begoña cada día se sentía peor, más culpable y más dolida.

Pensó que Don Julián, el párroco que los había presentado y que conocía a ambos desde pequeños, podría aconsejarla y le daría una salida a esa vida de infierno que llevaba. Pero Don Julián no sólo no entendió las quejas de Begoña sino que le hizo sentirse mucho más culpable. Le habló de la sumisión de la mujer hacia el hombre, del trabajo estresado de Damián y de lo normal de su mal humor. Le invitó a cambiar, a ser más atenta y comprensiva, a quitarle los zapatos cuando llegaba a casa, a servirle una copa y a insinuarse para tener hijos. Los hijos, unen siempre, le dijo. Si tienes un hijo como manda dios, además de santificar el sagrado sacramento, tu marido te verá de otra forma y seguro que todo se arregla. Y Begoña, tuvo un hijo, dos, tres, pero todo seguía igual. Bueno más bien peor, porque ahora, las broncas eran también por los hijos. Las confesiones con Don Julián siempre eran iguales. Begoña le contaba su vida íntima, los ojos hinchados, los labios partidos, las fisuras en las costillas y el cura le decía: “aguanta, hija, aguanta”. “Piensa en que los caminos de dios son inescrutables y que nuestra vida en este mundo es una vida de sufrimiento para alcanzar la paz de la vida eterna”.”La mujer, debe ser mesura, templanza y sumisión”. “Debe servir al marido porque así lo quiere el señor”.

Y llegó el día en que Damián, más borracho que de costumbre, le arreó un guantazo a Isabel, su hija mayor que contaba ya con nueve años y que se había interpuesto entre su madre y él. Fue la gota que colmó el vaso para Begoña. Al día siguiente, cuando Damián se fue al trabajo cogió a sus tres hijos, una maleta con poca ropa, algo de dinero y se dirigió a los servicios sociales de su ayuntamiento. Allí le buscaron una casa de acogida, un sitio donde vivir temporalmente. Tras quince meses en la casa, Begoña encontró un buen trabajo, un nuevo colegio para sus hijos y una casa de alquiler, una nueva ciudad y una nueva vida por delante.

Pero su fe en dios, era muy fuerte y pensó que debería decirle a su confesor dónde se encontraba y lo feliz que era ahora. Y le escribió una carta contándole a Don Julián su nuevo trabajo, su nueva ciudad y su nueva vida, la felicidad de sus hijos que, librados de gritos y puñetazos, empezaban a sonreír de nuevo. También le dijo que no se preocupara que nunca pediría el divorcio porque sabía que dios no lo aprobaba. Y mando la carta.

Isabel y sus dos hermanos, esperan sentados en la escalera del colegio. Parece que su madre se retrasa hoy. No están preocupados porque se han librado del bestia de su padre. A lo lejos se oyen sirenas. Es normal en una ciudad tan grande. Algo habrá pasado.

Una mujer está tendida en la calle. Un charco de sangre emerge de sus entrañas. A su lado un sacerdote mueve la cabeza con rítmicos movimientos adelante y atrás y entre sollozos, un susurro de voz que dice “sólo quería que os reconciliarais”.

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Este cuento no está basado en ningún hecho real concreto y si en los cientos de casos de maltrato en los que curas y confesores fueron parte de ese maltrato, aconsejando a las mujeres que debían aguantar y haciéndolas sentirse más culpables de lo que ya se sentían.

Este cuento, no está basado en ninguna historia real, pero si en las de cientos de mujeres maltratadas por hombres machistas, misóginos y arcaicos que, aún hoy, siguen pensando que la mujer es una más de sus propiedades y que, por tanto, pueden deshacerse de ellas cuando no se someten a sus caprichos y voluntades.

Dedicado al Obispo de Alcalá de Henares, a quién parece que, su dios le habla por las noches y le comenta los resultados de estudios estadísticos realizados directamente por los ángeles (del infierno).

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Imagen: Forges