miércoles, 20 de abril de 2011

Morelay, cuento de primavera


Morelay miraba fijamente los capuchones púrpuras. Sus ojos muy abiertos, su boca muy cerrada, el entrecejo arrugado y una expresión entre el asombro y el miedo había paralizado su cuerpo, que pegado a la esquina de la calle observaba, cabeza en escorzo, como las terribles figuras acabadas en punta pasaban, marcando un paso muy lento entre música de cornetas, tambores y bombos. De dónde Morelay venía, no había este tipo de manifestaciones religiosas y lo más parecido que había visto era una película en la que unas personas muy malas, perseguían a unos pobres negritos, con trajes muy parecidos a estos pero de color blanco.

Morelay, con su cabello corto, despeinado como si se lo hubieran arrancado a mechones, mirada seria, grandes ojos negros achinados, cabeza muy redonda, reconocibles rasgos andinos y un vestido raído, intrigada por la música que oía desde su desvencijada casa del barrio madrileño de Tetuán, había corrido hacia Bravo Murillo, escapándose de la mirada siempre atenta de su madre.

Ramón, el padre de Morelay, trabajaba como albañil-fontanero para una empresa familiar. Con su salario de 600 euros al mes, apenas si podían alimentarse. Morelay tenía otros cuatro hermanos y su mamá fregaba varios portales en la calle Francos Rodríguez. Con ello sacaba otros ciento cincuenta euros al mes a base de deslome y muchas horas. Ramón, salía todos los días de casa a las ocho de la mañana y con suerte, volvía a casa sobre las nueve de la noche. Con los seiscientos euros debía pagarse todos los días la comida, por lo que optaron por llevársela de casa.

José Mari, el jefe de Ramón, le había prometido miles de veces los papeles para su legalización así como el contrato de trabajo. Contrato que nunca llegaba y del que siempre decía a Ramón que estaba en manos de la gestoría, porque las cosas ahora estaban muy mal y había muchos problemas legales para su confección y por tanto para legalizar la situación de Ramón. José Mari, siempre pedía paciencia a Ramón y este aguantaba estoicamente las “largas” de su jefe. Había que comer y era la única solución actualmente. Ramón llevaba en España siete años. Había venido de ecuador con un billete de turista y muchas ganas de encontrar la tierra prometida. Poco tiempo después, lo encontró en la construcción. Eran los buenos tiempos, cuando en Madrid se soterraba la M-30, se construía el anillo olímpico y una media de doscientas mil casas al año. No le costó legalizar su situación en España e incluso no le había costado mucho traerse a su esposa y a sus cuatro hijos. Eran tiempos en los que vivían desahogadamente, habían pagado la deuda del billete de avión, los billetes de la familia e incluso había dado la entrada para un piso en Fuenlabrada y firmado una hipoteca con el Banco de Santander.

Pero hacía unos tres años, la cosa empezó a truncarse. Las obras comenzaron a cerrar, los trabajos a escasear y Ramón se quedó sin contrato primero y un año después sin trabajo. Ramón conoció a José Mari en una de las obras en las que trabajaba ya sin contrato. José Mari era fontanero encargado de todos los trabajos de fontanería del edificio. Nueve meses después, cuando Ramón estaba ya a punto de quedarse sin casa por impago, se volvieron a encontrar en la Plaza de Cuatro Caminos. José Mari había aparcado su furgoneta en la acera de la esquina con Reina Victoria y Ramón que pasaba por allí, en busca de trabajo, vio como un par de rateros le pegaban un adoquinazo a uno de los cristales de la furgoneta, e intentaban llevarse la caja de herramientas. Ramón les llamó la atención y salieron huyendo. La casualidad hizo que José Mari viera la escena y que, al reconocer a Ramón le invitara a un café. Allí Ramón le contó sus penurias y José Mari le dejó una de las casas en estado de ruina que había sido la primera morada de sus abuelos cuando llegaron a Madrid, y le dio trabajo con la promesa de volver a hacerle un contrato y de legalizar su situación de nuevo.

Pero lo que en un principio fue en una puerta abierta a la esperanza, se convirtió más tarde en sufrida pasión, explotación y trata de personas. José Luis empezó quitándole de su ralo salario todas aquellas pérdidas de material que él consideraba culpa de Ramón, ya fuera por lo que consideraba una negligencia o por las quejas de algún cliente. Ramón era obligado a trabajar de ocho y media de la mañana a ocho y media de la tarde con una hora para comer que le era descontada del salario. Todos los días de lunes a sábado. Pronto, tras cuatro o cinco meses de su estancia en la vivienda derruida y llena de Goteras y que Ramón había medio arreglado en los domingos y festivos, José Luis le dijo que la situación económica era muy mala y que debía cobrarle doscientos euros por el alquiler de la vivienda. La única vez que Ramón osó replicar a José Luis, éste le amenazó con la policía y con denunciarle por robo. Así Ramón aguantaba estoicamente pensando en tiempos mejores y en sus hijos.

Morelay, miraba ahora fijamente uno de los pasos de la procesión. Decenas de pies sobresalían por debajo de los sayones que cubrían el soporte sobre el que se alzaba un Cristo lleno de heridas sanguinolentas de un exacerbado y macabro realismo. Detrás, uno de los encapuchados andaba con las rodillas que llevaba ensangrentadas. José Luis, henchido de orgullo y satisfacción y dolorido las heridas de las rodillas, se quedó mirando levemente a una niña hispana que le miraba sorprendida y llena de miedo, desde la esquina de la calle Tablada.