Max, acudía como cada tarde a su clase de integrales. La tarde de aquel diciembre gris, tocaba a su fin. Poco a poco la luminiscencia artificial se abría paso enterrando al sol y desterrando a la oscuridad. Los primeros copos blancos de la temporada empezaban a caer sobre un Madrid en estado de aletargamiento invernal. La calma y el miedo, empezaban a cubrir las calles del centro mientras la nieve deshacía su blanquecino carácter en gotas de agua helada. No había coches por aquellas estrechas calles, ni tampoco gente. Sólo Max que, con su pausado y cansino caminar, ya llegaba tarde como casi siempre. Enfundado en su bufanda beige, caminaba cabizbajo para refugiarse del frío y de su más que anodina vida. Manos embutidas en guantes de cuero, abrigo de paño inglés, bufanda al estilo del sumiso pañuelo mujeril, cuerpo contraído y pensamiento inerte, acompañaban a Max por la calle de los Trujillos. Iba a girar a la Calle de las Conchas, cuando un desgarrador chillido le arrebató su anodino estado y puso todos sus órganos en guardia. Se agazapó pegado a la esquina y atisbó con su ojo izquierdo por entre el poste de la señal de prohibido. Dos engominados con traje azul oscuro corrían navaja en mano uno de ellos, mientras un tercer personaje se recostaba contra la pared y apoyando la espalda firmemente contra ella, se llevaba su mano izquierda al costado derecho recorriendo con su antebrazo toda su oronda barriga. Apenas había tres metros entre Max y el barrigón de traje azul de paño inglés de lana. Tras la segunda mirada, Max reconoció al orondo personaje.
Pancracio miraba aburrido el vuelo anárquico de dos mariposas azules que la primavera había llevado hasta su ventana. Su estado somnoliento, su cerebro en stand by, los peces del salvador de pantallas del ordenador que iluminaba la estancia , su eterno aburrimiento y el divorcio al que había llegado su anodina vida, hacían de él un ser soso, aburrido, huraño y de mal carácter. Moreno, algunos pocos dientes cariados por la raíz, nariz perfilada, minúsculos ojos azules, mirada perdida por los avatares de una vida consumida en disgustos y hoyuelo en la barbilla, hacían de Pancracio, sino un hombre extremadamente atractivo, si resultón. Y aunque los dientes le afeaban un poco, la mirada perdida hacía que las señoras le vieran como alguien a quién proteger.
El sonido del Windows le trajo de nuevo al mundo de los mortales. Acababa de recibir un email. Era de una agencia de contactos. Fue como una especie de musa lo que le llevó a probar aquello. Sería un juego divertido. Pinchó dentro del enlace y se dio de alta con un perfil medio falso. Mintió en el nombre y los apellidos, pero no en la edad ni en su complexión. Incluso se describió como un hombre feo y barrigón. Añadió que tenía exceso de peso y eyaculación precoz. Y que buscaba una señora entrada en la cuarentena que le hiciera contener su ansia sexual. Mandó su perfil y una foto de costado en la que no era posible que le reconocieran. Apagó el ordenador y salió a la calle.
Dos días después, las mariposas de nuevo volvieron a su ventana y recordó el correo de la agencia de contactos. Y entró. No esperaba ninguna respuesta, pero encontró varias mujeres dispuestas a tener relaciones sexuales con un extraño.
Sonia estaba sentada junto a su ordenador. Hacía mucho tiempo que su marido le dedicaba más tiempo a la política y a su secretaria que a ella. Así que, un día, aburrida se apunto a unos cursos básicos de informática. Pronto aprendió que en internet podía encontrar de todo: joyas, vestidos, bolsos, la compra del hiper y algunas otras cosas. Hurgando en la red, descubrió que incluso podría encontrar gente con la que salir y hasta amantes ocasionales. Se inscribió en una página de contactos que encontró en google, y se definió como una cuarentona casada que buscaba sexo esporádico. Puso una foto con las manos en el rostro pero enseñando los senos y unas braguitas de encaje rojo y otras tres fotos más de ella en distintas posiciones y sin ropa, aunque éstas encriptadas, y envío algunos mensajes del tipo “He visto tu perfil y me encanta. Sueño con comerte la polla y que me des azotes en el culo. Mándame una foto y te mandaré la clave para que me puedas disfrutar toda desnudita”. Al principio, sólo recibía mensajes de hombres peligrosos: salidos, viejos verdes y algunos que se hacían pasar por jovenzuelos pero que su foto de hombre guapo y musculoso (sacada de internet) delataba su falso perfil. Tardó mucho tiempo en darse cuenta que era mejor no ser tan directa en sus mensajes. Moderó su lenguaje y volvió a mandar mensajes más suaves: “tú y yo estamos aquí para los mismo, si quieres la clave de mis fotos, contacta conmigo y manda foto”. Y así en más de dos años que llevaba con esto de las relaciones internautas, había practicado sexo fuera del matrimonio con cinco hombres maduros y que, como ella, no querían complicaciones amorosas.
Hoy, Sonia había recibido un mensaje en su buzón de la agencia de contactos. Al principio le pareció el mensaje de uno de esos viejos verdes que pululan por las agencia de contacto, pero luego pensó que tanta sinceridad no era normal. No era habitual que un hombre reconociera que tiene eyaculación precoz y mucho menos todavía que lo usase como reclamo publicitario. Con cautela y muchos remordimientos, contestó el mensaje: “soy una mujer casada, cansada de los escarceos de su marido con su secretaria. Si quieres que nos conozcamos y tomemos un café, mándame tu correo”. Una vez apretó el botón del ratón pensó que se arrepentiría de aquello toda su vida, pero siempre podría no contestar a la respuesta del “rapidillo”.
Pancracio miraba con ansia las respuestas a su anuncio de contactos. Nada más que treinta respuestas en dos días. La mayor parte de las fotos de las señoras eran mujeres despampanantes y jóvenes. Personas que no necesitan estar en una agencia de contactos para “ligar” y mucho menos para tener relaciones sexuales. Algunos de los contactos eran mujeres que buscaban sólo quedar para hablar y ver si surgía algo. Incluso había una que le proponía que contactase con ella, que dejara la agencia y que fuera con ella a la iglesia a confesarse. Casi al final, descubrió un mensaje que le llamó la atención por lo que parecía sinceridad “soy una mujer casada, cansada de los escarceos de su marido con su secretaria, si quieres que nos conozcamos y tomemos un café, mándame tu correo”. Junto al mensaje venía el perfil de la persona y su foto. Parecía real. Una mujer no demasiado delgada pero tampoco gruesa. Rubia, con las manos sobre la cara. Pechos agraciados, redondos y turgentes aunque un poco caídos. Era una mujer atractiva, pero el mensaje y el hecho de taparse la cara, denotaban que era real y que realmente buscaba lo que decía. Se lo pensó unos minutos, pues para poder contactar con ella, debía pagar antes seis euros e inscribirse como miembro de pleno derecho por diez días. Miró en internet formas de pago, y encontró un sistema llamado paypal. Se registró y volvió a la página de contactos. Contactó con el buzón de “caprichosa” y le envió su dirección de correo electrónico.
Sonia esperaba sentada en la terraza de la Chocolatería San Ginés. Era una de esas tardes calurosas del mes de abril. Llevaba un vestido de flores sin escote y que le cubría las rodillas, aunque dejaba ver sus esbeltas curvas. Le pareció que “rapidillo” era un tipo distinto a todos aquellos inmaduros cuarentones y solteros con los que había tenido sexo hasta en cinco ocasiones (aunque nunca repitió con ninguno de ellos). Por eso eligió la discreción como carta de presentación. Apenas le había dado dos sorbos a la taza de café, cuando vio que por la Calle de los Coloreros se acercaba un hombre moreno y un tanto desgarbado que andaba con la cabeza gacha. Mediría alrededor de un metro y ochenta centímetros, delgado y según se iba acercando distinguió un hoyuelo en la barbilla. Vestía un Levis etiqueta roja que le marcaba sus redondos cachetes culares y una camiseta ajustada que remarcaba sus pectorales. Sólo había una preciosa mujer pelirroja sentada sólo en la terraza así que Pancracio no dudó en dirigirse a ella.
-¿Caprichosa?
-¡Rapidillo…!
- Hola, mi nombre es Pancracio.
- Yo soy Sonia.
Tomaron un café y compartieron más de dos horas de paseo y charla. Sonia pudo darse cuenta que Pancracio era un hombre simpático aunque reservado con sus cosas y su vida. Por su parte Pancracio, dedujo que Sonia no era la “loba” que aparentaba en la red.
No supieron muy bien por qué, pero ninguno de los dos pensó en el sexo durante esas dos horas. Hablaron de cosas intrascendentes y ninguno de los dos quiso sacar temas como familia, situación personal o lugar donde residían. Pero, ambos lo pasaron bien, de tal forma, que, contra el propósito que se había hecho Sonia cuando decidió buscar aventuras sexuales de sólo una cita por hombre, rompió esa premisa y volvió a quedar con Pancracio el jueves de la Semana siguiente.
Habían pasado cuatro meses desde la primera cita. Ahora, Pancracio y Sonia se veían un mínimo de una vez por semana y habían tenido multitud de encuentros sexuales. Pancracio ahora ya conocía quién era el marido de Sonia (un perfecto cabrón, que aparte de acostarse con su secretaría, se dedicaba a joder a los madrileños) y él le había contado a Sonia los motivos de su separación. También le había contado que tenía un hijo de veinticuatro años, que no se llevaba bien con su madre y que tenía problemas de concentración en los estudios. Ahora, tenían toda una semana para ellos solos. El Concejal había partido de viaje a Colombia a supervisar las instalaciones que la Triple A (empresa filial del canal de Isabel II de la que el Concejal formaba parte del consejo de Administración) había montado en Barranquilla. Hacía unos días que a Pancracio le había dicho su hijo que se iba de vacaciones con unos amigos antes de que empezaran las clases de nuevo. Habían reservado un billete de avión (cada uno el suyo y Pancracio reservó Hotel en Ghadames (Libia), fuera de todos los cientos de ojos que en Madrid podrían reconocer a Sonia.
Paseaban despacio por el Zoco de la ciudad, cogidos de la mano, sin prisas, observando los puestos de especias, telas, joyas, alfombras y suvenires. Parecían dos enamorados en luna de miel. Se pronto, una mano se posó sobre el hombro de Pancracio quién, asustado, se dio inmediatamente la vuelta:
-¡Papá!
-Max, hijo, ¿qué haces tú aquí?
- Esta es Sonia.
- Encantado Sonia. Estos son Lucho, Fer y Antonio
Pasearon todos por el Zoco y mientras Sonia regateaba el precio de una baratija, Max le preguntó a su padre si la pelirroja no era la mujer de Bartolín. Pancracio movió la cabeza despacio de arriba abajo y le dijo al oído que ya se lo contaría todo en Madrid.
Se despidieron y aunque Pancracio insistió en invitarles a comer, ellos se negaron ya que partían en una hora para Trípoli.
CONTINUARA…
Pancracio miraba aburrido el vuelo anárquico de dos mariposas azules que la primavera había llevado hasta su ventana. Su estado somnoliento, su cerebro en stand by, los peces del salvador de pantallas del ordenador que iluminaba la estancia , su eterno aburrimiento y el divorcio al que había llegado su anodina vida, hacían de él un ser soso, aburrido, huraño y de mal carácter. Moreno, algunos pocos dientes cariados por la raíz, nariz perfilada, minúsculos ojos azules, mirada perdida por los avatares de una vida consumida en disgustos y hoyuelo en la barbilla, hacían de Pancracio, sino un hombre extremadamente atractivo, si resultón. Y aunque los dientes le afeaban un poco, la mirada perdida hacía que las señoras le vieran como alguien a quién proteger.
El sonido del Windows le trajo de nuevo al mundo de los mortales. Acababa de recibir un email. Era de una agencia de contactos. Fue como una especie de musa lo que le llevó a probar aquello. Sería un juego divertido. Pinchó dentro del enlace y se dio de alta con un perfil medio falso. Mintió en el nombre y los apellidos, pero no en la edad ni en su complexión. Incluso se describió como un hombre feo y barrigón. Añadió que tenía exceso de peso y eyaculación precoz. Y que buscaba una señora entrada en la cuarentena que le hiciera contener su ansia sexual. Mandó su perfil y una foto de costado en la que no era posible que le reconocieran. Apagó el ordenador y salió a la calle.
Dos días después, las mariposas de nuevo volvieron a su ventana y recordó el correo de la agencia de contactos. Y entró. No esperaba ninguna respuesta, pero encontró varias mujeres dispuestas a tener relaciones sexuales con un extraño.
Sonia estaba sentada junto a su ordenador. Hacía mucho tiempo que su marido le dedicaba más tiempo a la política y a su secretaria que a ella. Así que, un día, aburrida se apunto a unos cursos básicos de informática. Pronto aprendió que en internet podía encontrar de todo: joyas, vestidos, bolsos, la compra del hiper y algunas otras cosas. Hurgando en la red, descubrió que incluso podría encontrar gente con la que salir y hasta amantes ocasionales. Se inscribió en una página de contactos que encontró en google, y se definió como una cuarentona casada que buscaba sexo esporádico. Puso una foto con las manos en el rostro pero enseñando los senos y unas braguitas de encaje rojo y otras tres fotos más de ella en distintas posiciones y sin ropa, aunque éstas encriptadas, y envío algunos mensajes del tipo “He visto tu perfil y me encanta. Sueño con comerte la polla y que me des azotes en el culo. Mándame una foto y te mandaré la clave para que me puedas disfrutar toda desnudita”. Al principio, sólo recibía mensajes de hombres peligrosos: salidos, viejos verdes y algunos que se hacían pasar por jovenzuelos pero que su foto de hombre guapo y musculoso (sacada de internet) delataba su falso perfil. Tardó mucho tiempo en darse cuenta que era mejor no ser tan directa en sus mensajes. Moderó su lenguaje y volvió a mandar mensajes más suaves: “tú y yo estamos aquí para los mismo, si quieres la clave de mis fotos, contacta conmigo y manda foto”. Y así en más de dos años que llevaba con esto de las relaciones internautas, había practicado sexo fuera del matrimonio con cinco hombres maduros y que, como ella, no querían complicaciones amorosas.
Hoy, Sonia había recibido un mensaje en su buzón de la agencia de contactos. Al principio le pareció el mensaje de uno de esos viejos verdes que pululan por las agencia de contacto, pero luego pensó que tanta sinceridad no era normal. No era habitual que un hombre reconociera que tiene eyaculación precoz y mucho menos todavía que lo usase como reclamo publicitario. Con cautela y muchos remordimientos, contestó el mensaje: “soy una mujer casada, cansada de los escarceos de su marido con su secretaria. Si quieres que nos conozcamos y tomemos un café, mándame tu correo”. Una vez apretó el botón del ratón pensó que se arrepentiría de aquello toda su vida, pero siempre podría no contestar a la respuesta del “rapidillo”.
Pancracio miraba con ansia las respuestas a su anuncio de contactos. Nada más que treinta respuestas en dos días. La mayor parte de las fotos de las señoras eran mujeres despampanantes y jóvenes. Personas que no necesitan estar en una agencia de contactos para “ligar” y mucho menos para tener relaciones sexuales. Algunos de los contactos eran mujeres que buscaban sólo quedar para hablar y ver si surgía algo. Incluso había una que le proponía que contactase con ella, que dejara la agencia y que fuera con ella a la iglesia a confesarse. Casi al final, descubrió un mensaje que le llamó la atención por lo que parecía sinceridad “soy una mujer casada, cansada de los escarceos de su marido con su secretaria, si quieres que nos conozcamos y tomemos un café, mándame tu correo”. Junto al mensaje venía el perfil de la persona y su foto. Parecía real. Una mujer no demasiado delgada pero tampoco gruesa. Rubia, con las manos sobre la cara. Pechos agraciados, redondos y turgentes aunque un poco caídos. Era una mujer atractiva, pero el mensaje y el hecho de taparse la cara, denotaban que era real y que realmente buscaba lo que decía. Se lo pensó unos minutos, pues para poder contactar con ella, debía pagar antes seis euros e inscribirse como miembro de pleno derecho por diez días. Miró en internet formas de pago, y encontró un sistema llamado paypal. Se registró y volvió a la página de contactos. Contactó con el buzón de “caprichosa” y le envió su dirección de correo electrónico.
Sonia esperaba sentada en la terraza de la Chocolatería San Ginés. Era una de esas tardes calurosas del mes de abril. Llevaba un vestido de flores sin escote y que le cubría las rodillas, aunque dejaba ver sus esbeltas curvas. Le pareció que “rapidillo” era un tipo distinto a todos aquellos inmaduros cuarentones y solteros con los que había tenido sexo hasta en cinco ocasiones (aunque nunca repitió con ninguno de ellos). Por eso eligió la discreción como carta de presentación. Apenas le había dado dos sorbos a la taza de café, cuando vio que por la Calle de los Coloreros se acercaba un hombre moreno y un tanto desgarbado que andaba con la cabeza gacha. Mediría alrededor de un metro y ochenta centímetros, delgado y según se iba acercando distinguió un hoyuelo en la barbilla. Vestía un Levis etiqueta roja que le marcaba sus redondos cachetes culares y una camiseta ajustada que remarcaba sus pectorales. Sólo había una preciosa mujer pelirroja sentada sólo en la terraza así que Pancracio no dudó en dirigirse a ella.
-¿Caprichosa?
-¡Rapidillo…!
- Hola, mi nombre es Pancracio.
- Yo soy Sonia.
Tomaron un café y compartieron más de dos horas de paseo y charla. Sonia pudo darse cuenta que Pancracio era un hombre simpático aunque reservado con sus cosas y su vida. Por su parte Pancracio, dedujo que Sonia no era la “loba” que aparentaba en la red.
No supieron muy bien por qué, pero ninguno de los dos pensó en el sexo durante esas dos horas. Hablaron de cosas intrascendentes y ninguno de los dos quiso sacar temas como familia, situación personal o lugar donde residían. Pero, ambos lo pasaron bien, de tal forma, que, contra el propósito que se había hecho Sonia cuando decidió buscar aventuras sexuales de sólo una cita por hombre, rompió esa premisa y volvió a quedar con Pancracio el jueves de la Semana siguiente.
Habían pasado cuatro meses desde la primera cita. Ahora, Pancracio y Sonia se veían un mínimo de una vez por semana y habían tenido multitud de encuentros sexuales. Pancracio ahora ya conocía quién era el marido de Sonia (un perfecto cabrón, que aparte de acostarse con su secretaría, se dedicaba a joder a los madrileños) y él le había contado a Sonia los motivos de su separación. También le había contado que tenía un hijo de veinticuatro años, que no se llevaba bien con su madre y que tenía problemas de concentración en los estudios. Ahora, tenían toda una semana para ellos solos. El Concejal había partido de viaje a Colombia a supervisar las instalaciones que la Triple A (empresa filial del canal de Isabel II de la que el Concejal formaba parte del consejo de Administración) había montado en Barranquilla. Hacía unos días que a Pancracio le había dicho su hijo que se iba de vacaciones con unos amigos antes de que empezaran las clases de nuevo. Habían reservado un billete de avión (cada uno el suyo y Pancracio reservó Hotel en Ghadames (Libia), fuera de todos los cientos de ojos que en Madrid podrían reconocer a Sonia.
Paseaban despacio por el Zoco de la ciudad, cogidos de la mano, sin prisas, observando los puestos de especias, telas, joyas, alfombras y suvenires. Parecían dos enamorados en luna de miel. Se pronto, una mano se posó sobre el hombro de Pancracio quién, asustado, se dio inmediatamente la vuelta:
-¡Papá!
-Max, hijo, ¿qué haces tú aquí?
- Esta es Sonia.
- Encantado Sonia. Estos son Lucho, Fer y Antonio
Pasearon todos por el Zoco y mientras Sonia regateaba el precio de una baratija, Max le preguntó a su padre si la pelirroja no era la mujer de Bartolín. Pancracio movió la cabeza despacio de arriba abajo y le dijo al oído que ya se lo contaría todo en Madrid.
Se despidieron y aunque Pancracio insistió en invitarles a comer, ellos se negaron ya que partían en una hora para Trípoli.
CONTINUARA…