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viernes, 8 de julio de 2011

Cuento de Verano

Pascual paseaba nervioso del salón a la cocina y de la cocina al salón. Las colillas se amontonaban en un repleto cenicero de cristal. Sabía que era ya inminente y que no podría retrasarlo más. Le temblaban las manos, tanto que casi no era capaz de introducir la colilla del cigarro en la boca. Le temblaban los labios y no sabía si podría hablar llegado el momento. De nada serviría ya oponerse al desalojo. Ya no había solución. A la cuarta, a la calle.

Lejanos quedaban ya, aquellos días de los tres intentos anteriores de dejarle en la calle. Entonces, el 15-M todavía eran un montón de indignados que se creían invencibles. Entonces los vecinos acompañaban a los indignados en la oposición al desalojo. Y hasta en tres ocasiones habían conseguido su propósito. Eso, y el poco interés de uno de los pocos jueces que piensan en las personas más que en los bancos, le había dado tres años más de vida en esa casa pagada en su mayor parte con el sudor de un trabajo duro subido en el camión. Con el esfuerzo de madrugar y de pasarse veinticinco de los treinta días del mes fuera de casa, durmiendo en la cabina del camión, comiendo en bares de mala muerte y haciendo más horas que el propio tráiler.

Pero las cosas se habían torcido cuando la empresa logística para la que trabajaba cerró sus puertas de la noche a la mañana y se llevó con el cierre más de seis mil euros en portes no pagados. A partir de ahí, todo se fue encadenando. El no tenía derecho a paro al ser autónomo. No encontró trabajo. El banco le quitó el camión y por más que lo intentó no encontró otro trabajo. Su mujer le abandonó a las primeras de cambio llevándose a sus hijos a casa de su suegra. Más tarde llegaron las cartas de apremio del banco, el embargo y la sentencia. Luego el primer intento de ejecución impedido por más de cuatrocientas personas, el segundo con más o menos el mismo éxito y un tercero con menos público pero más ruidoso.

Ahora, la situación era bien distinta. Ya nadie acudía a impedir los desalojos después de que, desde hacía más o menos dos años, la policía empezara a pedir carnets de identidad que luego se convertían en seis mil euros de multa por desórdenes públicos. La costumbre empezó a dar resultado tras la cuarta o la quita concentración. Nadie quería que le embargasen la casa para pagar la escandalosa multa. De tal forma que el miedo se propagó como la peste y cada vez acudían menos personas. El gobierno del PP había conseguido el primer triunfo sobre el movimiento de indignados.

Por eso, Pascual sabía que hoy no había nadie que impidiera el desalojo. Por eso Pascual estaba planeando lo que estaba planeando. Por eso Pascual era la definición en imágenes del nerviosismo.

Mientras esperaba lo que ya sabía era irremediable, Pascual recordaba tiempos atrás. Recordaba la alegría de aquella noche del 9 de noviembre en Berlín, cuando, atascado con su camión por una multitud exultante, contempló desde su cabina como desmontaban el Muro, cemento a cemento, trozo a trozo y hierro a hierro. Entonces la alegría invadía, no solo su mente sino la del mundo entero. Se acababa el telón de acero, la guerra fría y el comunismo. Todo el mundo tendría trabajo en aquel mundo ya sólo capitalista y todos seríamos ricos. La democracia, la libertad y el individualismo habían triunfado. Pero entonces, no contábamos con la globalización que hizo que las multinacionales cerraran sus empresas en el primer mundo para trasladar la producción a Asia y a los países del antiguo Telón de Acero, dónde la mano de obra estaba a un precio ridículo y sus ganancias podían cuadriplicarse. Entonces, tampoco contábamos con que China, la Comunista china, abrazaría la producción capitalista bajo un régimen social totalitario. Unas condiciones de vida tan paupérrimas que acabaron invadiendo el mercado mundial sin que nadie pudiera ni competir, ni evitarlo.

Tampoco nadie contaba con que, los liberales habían ganado la partida al comunismo y que, nos convertirían en esclavos a base del consumo. Los primeros años después de la caída del muro, todo el primer mundo gozaba de casa, coche y vacaciones. Todo a base de préstamos. Todo a base de una correa larga que poco a poco se fue acortando y una deuda que actuaba como bozal para la lucha contra la rebelión. Los liberales consiguieron que, en lugar de que China luchara por acercarse en derechos al primer mundo, fuera el primer mundo quién retrocediera al nivel chino. Fue la cuadratura del círculo del liberalismo. Una nueva época de siervos y señores florecía en todo el mundo.

Unos románticos en España, convocaron una manifestación un 15 de junio de 2011. La manifestación fue un éxito. Tanto, que unos cuantos se quedaron en la puerta del sol a exigir un cambio en la política mundial, una vuelta a los derechos de los trabajadores y el abandono de la corrupción por parte de la clase política. Y al principio lo consiguieron. Pero cuando estábamos a punto de reconvertir la situación, los liberales, con el PP en el gobierno, diseñaron una estrategia infalible: hacer correr el miedo en el cuerpo de los indignados a base de multas millonarias por desórdenes públicos.

Una mueca de medio sonrisa recorrió por unas décimas de segundo la comisura de los labios de Pascual. Ya estaba todo decidido. No había vuelta atrás. No podría vivir más en aquella casa. Pero quizá esa situación sirviera de chispa que prendiera la yesca de la indignación.

Sonó el timbre de la puerta. Pascual apretó los puños. De fuera, una voz le recordaba que eran del juzgado y que debía abrir la puerta o la policía se encargaría de hacerlo a por la fuerza. Pascual no contestó. Sonó un golpe seco, dos, tres… Pascual apretó con más fuerza los puños. La puerta cayó de cuajo con un tremendo estruendo. Otro estruendo acalló el primero, una fuerte llamarada invadió el pasillo dónde se agolpaban los policías y el personal del juzgado. Las ventanas salieron volando hacia el exterior. Gigantescas llamaradas acudían a respirar el oxígeno de la calle por los huecos dejados por las ventanas.

Lo había conseguido. Ya no habría desalojo.


Prometo volver desde cualquier cibercafé o desde allí donde consiga una conexión a internet.

viernes, 4 de marzo de 2011

Desesperado Cuento

La cuerda, tensa, cuelga de la argolla que sujetaba la lámpara del salón. Un cubo con la estabilidad de un borracho sujeta a duras penas unos temblorosos pies que, parecen decir que aun no es el momento, que aun no ha llegado el instante en que harán que el cubo de media vuelta y salga disparado, que aún es pronto para que todo el cuerpo se tense como una maroma que sujeta un barco en un día de marejada, que todavía deben aguantar estoicamente porque no está todo perdido.

Por los altavoces del salón una triste melodía hace presagiar lo peor. Leire, la cantante de La Oreja de Van Gogh, susurra una historia de un amor imposible que se lleva por delante una bomba en un tren. Vene, cierra los ojos y absorbe la canción como quién ha caminado cien días por el desierto y de repente ve un oasis solitario con un agua cristalina.

Atrás quedaron sus años de lucha contra el franquismo. Las frías y húmedas celdas de los sótanos de la casa de Correos en la Puerta del Sol. Las hostias como panes de los grises. Los días pasados en Carabanchel donde ingresó siendo casi un niño. La primera amnistía. Las primeras elecciones. La Constitución, el 23-F, Felipe Gonzalez, La OTAN, … Todo pasa por su cabeza a la velocidad del AVE.

Pero esta canción, tan bonita y tan hijaputa a la vez que le clava millones de alfileres en el centro del alma. Esta canción, le duele la vida. La vida que se sesgó un día aciago de su único hijo. Las bombas que sesgaron las otras 190 vidas de inocentes que acudían a su trabajo. Y eso le duele. Le hace tanto daño que aún después de 7 años, no es capaz de superarlo.

Quizá sea esa la causa de este estado de melancolía permanente que le ha carcomido por dentro como los gusanos se comen la celulosa de los viejos árboles abatidos por el rayo. O quizá solo sea un gran chorro de agua que medio llenó el vaso de su vida y que poco a poco ha ido rebosando hasta tomar la decisión que está a punto de llevar a cabo.

Porque, cuando Vene echa la vista atrás, se pregunta de qué sirvieron las palizas, los años de cárcel, la clandestinidad, los sufrimientos de su mujer, las manifestaciones, las carreras delante de los grises, el sigilo de una ruidosa imprenta dónde salían panfletos como churros, las noches sin dormir en maratonianas reuniones, las frías madrugadas de Madrid, las muertes de sus compañeros a manos de la policía franquista. Venancio (Vene para los amigos) piensa ahora que aquello sólo sirvió para que cuarenta años después todo siga casi igual que antes. ¡Que joído el dictador, lo que se reían con aquello de atado y bien atado y resulta que era verdad!

Treinta y seis años en la clandestinidad, para esto. Treinta y seis años para que haya que empezar a luchar en la calle como lo hicieron durante el franquismo. Treinta y seis años en la clandestinidad para acabar fagocitados por los bisnietos de los hombres del régimen. Treinta y seis años en la clandestinidad y cerca de treinta en la semilegalidad.

Las escaleras cobran vida aunque Venancio sólo escucha una y otra vez el canto de la sirena Leire. La puerta ruge mientras la llave entra en sus entrañas, pero Venacio no está. Unos pasos llegan al salón, un grito, el cubo que gira, la cuerda que aprieta, unos brazos que sujetan el cuerpo de Venancio, una silla que sustenta unas piernas aun temblorosas, reproches, preguntas, ninguna respuesta, lloros, sollozos, lágrimas.

De nuevo, la vida ha sido injusta con Vene.


©Celemín 2011.

viernes, 28 de enero de 2011

Historia de un jubilado de 2030


Hace un frío de perros. Una negra calima cubre la ciudad. Sólo los pobres y las ratas merodean a estas horas por el centro comercial. Antes la cosa era más sencilla. Cuando se acercaba la hora de cerrar, sacaban los cubos repletos de cajas de fruta, la minoría aún para comer. Entre peras y naranjas tocadas por el moho, había piezas en buen estado con las que alimentarse. Hoy las cosas ya no son como eran antes. Ahora, guardan los cubos hasta las dos de la mañana. Dicen que es para evitar que la gente rebusque en la basura, pero todos sabemos que lo hacen para que, los que aún trabajan y tienen dinero suficiente para vivir, no vean a los pobres pegarse con las ratas para apoderarse de la fruta sana. Porque las ratas también prefieren la fruta en buen estado a la podrida.

Hace una noche espantosa. La fría brisa se mete entre los huesos como témpanos de hielo. Ramón rebusca entre cajas de lechugas malolientes y pan mohoso, unos yogures recién caducados. Es importante comer lácteos por el calcio –piensa Ramón-. Y sigue con un palo, que ha convertido en un tercer brazo y una tercera mano, rebuscando entre la mierda para llevarse algo a casa. Esta noche no ha sido del todo mala. El frío es intenso pero la “compra” de hoy hará que no tenga que salir de nuevo hasta dos o tres noches después. Dos cajas de yogures naturales, seis piezas de peras de agua y tres naranjas son todo un botín. Las madalenas aplastadas son un lujo y los dos litros de leche sin precinto, una rareza.

Quizá penséis que Ramón es un vagabundo. Sí y no. Ramón es un jubilado del año 2030. Tiene 68 años y, aunque le hubiese gustado seguir trabajando no ha sido posible. Ramón lleva más de quince años sin trabajo. Al principio de puerta en puerta dejando currículums, más tarde, mendigando favores para conseguir entrevistas y al final viviendo del auxilio social.

Ramón ha vivido mucho. Tanto que hasta conoció al dictador. No pudo votar la constitución porque no tenía edad, pero contribuyó a que un tal Felipe González del entonces Partido Socialista llegara a ser presidente del Gobierno. También pertenecía a ese mismo partido el sujeto con el que empezó todo. Se llama Zapatero y ahora anda desparecido en algún país sudamericano. En 2012 perdieron las elecciones y en 2016 fueron declarados ilegales tras la abrumadora victoria del partido único (entonces se llamaba Partido Popular).

Ramón no es un indigente porque tiene casa pagada con treinta años de esfuerzo. Justo acabó de pagarla un año antes de quedarse en el paro. Menos mal, piensa Ramón. Si no viviría como tantos otros compañeros de la fábrica de muebles que malviven en poblados chabolistas. (Otros tuvieron la suerte de tener pueblo y casa y allí malviven de su escasa pensión deslomándose para cultivar una huerta que les de fruta y hortalizas frescas). Ramón sólo cotizó 32 años (desde los dieciocho hasta los 52 que se quedó en el paro) y gracias al pacto zapatero, los últimos 25 años le quedan muy atrás. Apenas cobra una pensión de 700 euros. Una miseria porque para comprar un litro de leche necesitas 3 euros, la barra de pan un euro y medio y el kilo de patatas, noventa céntimos. La electricidad sólo es para ricos. Ya nadie tiene radiadores eléctricos. Las casas usan la electricidad para iluminarse y poco más. Han vuelto las estufas de leña tanto para cocinar como para calentarse, sobre todo para gente como Ramón. El agua, a consecuencia del mal uso se ha vuelto escasa y cara y los retretes ya no usan agua limpia. Para cocinar, hay que comprar agua embotellada, a 20 céntimos el litro si lo compras por garrafas de 15 litros.

Pero, en parte Ramón es un afortunado. Ramón es de los últimos trabajadores que tienen derecho a pensión pública. En 2018, el Partido Único y con la escusa de que como ningún trabajador llegaba a los 37 años cotizados, le vendió al Banco de Santander y al BBVA la caja única de la Seguridad Social y privatizó las pensiones. Ahora, sólo tienen pensiones públicas los nacidos antes de 1964. A los demás les convirtieron su cotización en un fondo de pensiones que siguen pagando si quieren.

Son casi las cuatro de la mañana y Ramón se encamina para casa. El frío hace que le duelan las manos y los pies y la cerrada niebla, que no vea tres metros más allá de dónde está. Piensa en café con leche calentito y la comodidad de un catre junto a la estufa de leña. El cuerpo dolorido y cansado aguanta, el alma y la conciencia, hace tiempo que dejaron de visitarle.

jueves, 23 de diciembre de 2010

Cuento de Navidad


Elías juega en la calle. Hoy es Nochebuena. Su padre hoy no vendrá a casa. Ayer le detuvo la policía por vender comida en El Retiro. Su papá se quedó en el paro con esto de la crisis. Antes trabajaba en las obras. Eran otros tiempos cuando vivían en un pequeño piso en Vicálvaro, con calefacción, agua caliente y comida en el plato todos los días.

Su papá fue el primero en venir. Allá en el Perú no había posibilidades. No había comida, ni escuela, ni agua en la casa, ni luz eléctrica. Trabajo es lo único que sobraba. Su papá cultivaba la tierra allá en Jayllihuaya (Puno). Trabajaba muchas horas para cavar, sembrar y recoger maíz y patatas con el que alimentar a sus cuatro hijos. Mucho trabajo, poco rendimiento y mucha hambre. Vino a España a través de su hermana Daisy que había trabajado en un hotel de Puno que le llevó a ganar el dinero suficiente para pagarse el pasaje. Al año de estar en España, y con el dinero que le mandaba al papá de Elías, éste pudo pagarse un pasaje de avión que le trajera a España. Trabajó muchas horas en muchas obras para devolver el dinero a su hermana y poder traer a la familia. Una vez todos juntos, decidieron comprar un pequeño piso en el barrio que les había acogido. Todo iba bien hasta mediados del 2009. Apenas llevaban de nuevo un año juntos y su papá se quedó sin trabajo. Primero le bajaron el salario, luego estuvo trabajando sin contrato por lo que le querían dar y al final cerraron la obra. El paro les duró hasta Abril de este año. En Agosto, el banco les quitó la casa por falta de pago. Llevaban diez meses sin poder hacer frente a la hipoteca. El hermano de Elías, Dylan estuvo muy malito. Le tuvieron que ingresar. Durante el tiempo de hospital, el gobierno de España ofreció pagarles el viaje de vuelta a Perú. Pero no podían dejar a Dylan aquí, ni podían llevárselo. Así que no pudieron irse. De todas formas, allí no hay oportunidad alguna. Si hubieran vuelto, ya no tendrían ni tierra en la que sembrar porque alguien se la habrá quedado. Ahora viven en el mismo barrio, pero han cambiado el asfalto por el barro, la casa de ladrillo por un cobertizo fabricado con palés y plásticos de una obra parada y los radiadores por una desvencijada estufa de hierro comprada en una chatarrería cercana. La luz la toman prestada de una farola de la calle y el agua de una fuente cercana. Algunos días no hay comida porque ya Cáritas no les da casi alimentos, aunque Elías y sus tres hermanos comen en el colegio. Su madre sufre de dolores de espalda por tener que lavar la ropa en un balde y por la cantidad de portales que tiene que fregar para llevar alimentos a casa. Con la detención de su papá las cosas empeorarán. Hacían comida típica peruana que vendían en El Retiro y los domingos en la Casa de Campo. Pero su casa, que no es una casa, no reúne condiciones. Uno de los que compraron comida hace tres meses, estuvo grave porque el pescado del ceviche tenía Anisakis. La policía, lo encontró ayer vendiendo ceviche en el Retiro, se lo confiscaron y lo detuvieron. A su mamá le han dicho que está acusado de un delito contra la salud pública y que estará en la cárcel hasta que se celebre el juicio.

Elías juega en la calle y hoy es Nochebuena para el resto del mundo. Para Elías es un día más. Sólo ha celebrado una Nochebuena en su vida. Fue el primer año que estuvo en España. Cenaron ceviche de marisco y pavo relleno. ¡Y hasta Papá Noel apareció la mañana de Navidad y le trajo un coche teledirigido y un balón de fútbol! Pero Papá Noel les ha abandonado como el trabajo y como el resto del mundo. El año pasado, quizá porque eran pobres y no pagaban la hipoteca, Papá Noel ya no llegó (aunque su madre le dijo que estaba muy viejito y que ya no podía repartir regalos a todo el mundo). Y este año, tampoco lo esperan. A Elías no le importa mucho porque cuando era más pequeño allí en el Perú, no conocían a Papá Noel. Sabían que existía pero a ellos nunca les visitó. Se siente mal porque el año anterior, al llegar al cole después de las vacaciones de Navidad, todos los niños traían sus juguetes nuevos y le preguntaban que le habían traído a él los Reyes Magos. Elías no sabía que decir y se inventó que tenía una bicicleta nueva. Pero estuvo llorando mucho rato. Su mamá le dijo que no se preocupara porque seguro que Papá Noel se había equivocado y le había dejado los juguetes en Jayllihuaya.

Hoy no habrá cena de Nochebuena. Ni tampoco televisión que ya no tienen. Su mamá salió temprano y le dejó al cuidado de todos sus hermanos por ser el mayor. Han comido pan y una tortilla de tres huevos que su madre les ha dejado preparada para los cuatro.

Elías tiene hambre pero empieza a sospechar que la Navidad nunca llega a casa de los pobres. Recuerda haber visto una película de un hombre que no creía en la navidad y se le aparecía Papá Noel y, aunque era pobre y sin dinero, acababa teniendo un golpe de suerte y la navidad le traía dinero, felicidad y una bella esposa. Pero Elías ya sabía que eso sólo pasa en las películas.

Hoy es Nochebuena y mañana navidad, pero para Elías y sus hermanos no habrá regalos, ni chocolate con churros, ni trenes eléctricos que hacen chu, chu. Hoy cenarán si su madre ha encontrado algo abierto cuando acabe de limpiar el último portal. Su padre, al menos tendrá una cena especial en la cárcel. Su hermana Escarlata no tendrá un oso por la mañana al que abrazar, ni habrá ningún camión para su hermano Jonathan, ni un perrito para Dylan.

Elías divisa a un motorista a lo lejos. Lleva un impermeable azul y un enorme casco amarillo. Es el cartero y se dirige hacia su casa. Aparca la motocicleta. Trae una especie de sobre azul en la mano. Le pregunta si Sandalio Nicodemo vive en esa casa. Elías le dice que es su padre y que está en la cárcel. El cartero pregunta por su madre. Elías le indica que volverá más tarde. El cartero pregunta cuántos años tiene y Elías le dice que diez. En lugar del sobre azul, le deja un papel blanco y amarillo y le dice que deberán ir a recoger el telegrama a la oficina de correos.

Elías no sabe que dentro viene una orden de un juez que les separará de sus padres. Hoy es Nochebuena y mañana Navidad y Papá Noel en lugar de regalos o carbón les va a dejar sin padres.

Es el espíritu real de una navidad cualquiera. Pero Disney, jamás contará la historia de Elías en ninguna película. Hoy es Nochebuena y mañana Navidad. Mientras miles de personas malgastamos nuestro dinero en opulentas cenas y comidas navideñas. Mientras hacemos nuestro pequeño papel en la película del consumismo exacerbado. Mientras compramos millones de juguetes que nuestros hijos no usarán, millones de niños no tienen navidad, ni año nuevo, ni reyes, ni jueves santo, ni San Isidro, ni la Constitución, ni cumpleaños, ni onomástica, ni comida que llevarse a la boca. Es el espíritu de la navidad. Una navidad en la que el Tomtom de los Reyes Magos o de Papá Noel, no conoce el camino a las casas de los pobres.

La navidad se ha convertido en un producto más de consumo.

sábado, 14 de agosto de 2010

Tórrido cuento de Verano

Max, acudía como cada tarde a su clase de integrales. La tarde de aquel diciembre gris, tocaba a su fin. Poco a poco la luminiscencia artificial se abría paso enterrando al sol y desterrando a la oscuridad. Los primeros copos blancos de la temporada empezaban a caer sobre un Madrid en estado de aletargamiento invernal. La calma y el miedo, empezaban a cubrir las calles del centro mientras la nieve deshacía su blanquecino carácter en gotas de agua helada. No había coches por aquellas estrechas calles, ni tampoco gente. Sólo Max que, con su pausado y cansino caminar, ya llegaba tarde como casi siempre. Enfundado en su bufanda beige, caminaba cabizbajo para refugiarse del frío y de su más que anodina vida. Manos embutidas en guantes de cuero, abrigo de paño inglés, bufanda al estilo del sumiso pañuelo mujeril, cuerpo contraído y pensamiento inerte, acompañaban a Max por la calle de los Trujillos. Iba a girar a la Calle de las Conchas, cuando un desgarrador chillido le arrebató su anodino estado y puso todos sus órganos en guardia. Se agazapó pegado a la esquina y atisbó con su ojo izquierdo por entre el poste de la señal de prohibido. Dos engominados con traje azul oscuro corrían navaja en mano uno de ellos, mientras un tercer personaje se recostaba contra la pared y apoyando la espalda firmemente contra ella, se llevaba su mano izquierda al costado derecho recorriendo con su antebrazo toda su oronda barriga. Apenas había tres metros entre Max y el barrigón de traje azul de paño inglés de lana. Tras la segunda mirada, Max reconoció al orondo personaje.

Pancracio miraba aburrido el vuelo anárquico de dos mariposas azules que la primavera había llevado hasta su ventana. Su estado somnoliento, su cerebro en stand by, los peces del salvador de pantallas del ordenador que iluminaba la estancia , su eterno aburrimiento y el divorcio al que había llegado su anodina vida, hacían de él un ser soso, aburrido, huraño y de mal carácter. Moreno, algunos pocos dientes cariados por la raíz, nariz perfilada, minúsculos ojos azules, mirada perdida por los avatares de una vida consumida en disgustos y hoyuelo en la barbilla, hacían de Pancracio, sino un hombre extremadamente atractivo, si resultón. Y aunque los dientes le afeaban un poco, la mirada perdida hacía que las señoras le vieran como alguien a quién proteger.
El sonido del Windows le trajo de nuevo al mundo de los mortales. Acababa de recibir un email. Era de una agencia de contactos. Fue como una especie de musa lo que le llevó a probar aquello. Sería un juego divertido. Pinchó dentro del enlace y se dio de alta con un perfil medio falso. Mintió en el nombre y los apellidos, pero no en la edad ni en su complexión. Incluso se describió como un hombre feo y barrigón. Añadió que tenía exceso de peso y eyaculación precoz. Y que buscaba una señora entrada en la cuarentena que le hiciera contener su ansia sexual. Mandó su perfil y una foto de costado en la que no era posible que le reconocieran. Apagó el ordenador y salió a la calle.
Dos días después, las mariposas de nuevo volvieron a su ventana y recordó el correo de la agencia de contactos. Y entró. No esperaba ninguna respuesta, pero encontró varias mujeres dispuestas a tener relaciones sexuales con un extraño.

Sonia estaba sentada junto a su ordenador. Hacía mucho tiempo que su marido le dedicaba más tiempo a la política y a su secretaria que a ella. Así que, un día, aburrida se apunto a unos cursos básicos de informática. Pronto aprendió que en internet podía encontrar de todo: joyas, vestidos, bolsos, la compra del hiper y algunas otras cosas. Hurgando en la red, descubrió que incluso podría encontrar gente con la que salir y hasta amantes ocasionales. Se inscribió en una página de contactos que encontró en google, y se definió como una cuarentona casada que buscaba sexo esporádico. Puso una foto con las manos en el rostro pero enseñando los senos y unas braguitas de encaje rojo y otras tres fotos más de ella en distintas posiciones y sin ropa, aunque éstas encriptadas, y envío algunos mensajes del tipo “He visto tu perfil y me encanta. Sueño con comerte la polla y que me des azotes en el culo. Mándame una foto y te mandaré la clave para que me puedas disfrutar toda desnudita”. Al principio, sólo recibía mensajes de hombres peligrosos: salidos, viejos verdes y algunos que se hacían pasar por jovenzuelos pero que su foto de hombre guapo y musculoso (sacada de internet) delataba su falso perfil. Tardó mucho tiempo en darse cuenta que era mejor no ser tan directa en sus mensajes. Moderó su lenguaje y volvió a mandar mensajes más suaves: “tú y yo estamos aquí para los mismo, si quieres la clave de mis fotos, contacta conmigo y manda foto”. Y así en más de dos años que llevaba con esto de las relaciones internautas, había practicado sexo fuera del matrimonio con cinco hombres maduros y que, como ella, no querían complicaciones amorosas.
Hoy, Sonia había recibido un mensaje en su buzón de la agencia de contactos. Al principio le pareció el mensaje de uno de esos viejos verdes que pululan por las agencia de contacto, pero luego pensó que tanta sinceridad no era normal. No era habitual que un hombre reconociera que tiene eyaculación precoz y mucho menos todavía que lo usase como reclamo publicitario. Con cautela y muchos remordimientos, contestó el mensaje: “soy una mujer casada, cansada de los escarceos de su marido con su secretaria. Si quieres que nos conozcamos y tomemos un café, mándame tu correo”. Una vez apretó el botón del ratón pensó que se arrepentiría de aquello toda su vida, pero siempre podría no contestar a la respuesta del “rapidillo”.

Pancracio miraba con ansia las respuestas a su anuncio de contactos. Nada más que treinta respuestas en dos días. La mayor parte de las fotos de las señoras eran mujeres despampanantes y jóvenes. Personas que no necesitan estar en una agencia de contactos para “ligar” y mucho menos para tener relaciones sexuales. Algunos de los contactos eran mujeres que buscaban sólo quedar para hablar y ver si surgía algo. Incluso había una que le proponía que contactase con ella, que dejara la agencia y que fuera con ella a la iglesia a confesarse. Casi al final, descubrió un mensaje que le llamó la atención por lo que parecía sinceridad “soy una mujer casada, cansada de los escarceos de su marido con su secretaria, si quieres que nos conozcamos y tomemos un café, mándame tu correo”. Junto al mensaje venía el perfil de la persona y su foto. Parecía real. Una mujer no demasiado delgada pero tampoco gruesa. Rubia, con las manos sobre la cara. Pechos agraciados, redondos y turgentes aunque un poco caídos. Era una mujer atractiva, pero el mensaje y el hecho de taparse la cara, denotaban que era real y que realmente buscaba lo que decía. Se lo pensó unos minutos, pues para poder contactar con ella, debía pagar antes seis euros e inscribirse como miembro de pleno derecho por diez días. Miró en internet formas de pago, y encontró un sistema llamado paypal. Se registró y volvió a la página de contactos. Contactó con el buzón de “caprichosa” y le envió su dirección de correo electrónico.

Sonia esperaba sentada en la terraza de la Chocolatería San Ginés. Era una de esas tardes calurosas del mes de abril. Llevaba un vestido de flores sin escote y que le cubría las rodillas, aunque dejaba ver sus esbeltas curvas. Le pareció que “rapidillo” era un tipo distinto a todos aquellos inmaduros cuarentones y solteros con los que había tenido sexo hasta en cinco ocasiones (aunque nunca repitió con ninguno de ellos). Por eso eligió la discreción como carta de presentación. Apenas le había dado dos sorbos a la taza de café, cuando vio que por la Calle de los Coloreros se acercaba un hombre moreno y un tanto desgarbado que andaba con la cabeza gacha. Mediría alrededor de un metro y ochenta centímetros, delgado y según se iba acercando distinguió un hoyuelo en la barbilla. Vestía un Levis etiqueta roja que le marcaba sus redondos cachetes culares y una camiseta ajustada que remarcaba sus pectorales. Sólo había una preciosa mujer pelirroja sentada sólo en la terraza así que Pancracio no dudó en dirigirse a ella.
-¿Caprichosa?
-¡Rapidillo…!
- Hola, mi nombre es Pancracio.
- Yo soy Sonia.
Tomaron un café y compartieron más de dos horas de paseo y charla. Sonia pudo darse cuenta que Pancracio era un hombre simpático aunque reservado con sus cosas y su vida. Por su parte Pancracio, dedujo que Sonia no era la “loba” que aparentaba en la red.
No supieron muy bien por qué, pero ninguno de los dos pensó en el sexo durante esas dos horas. Hablaron de cosas intrascendentes y ninguno de los dos quiso sacar temas como familia, situación personal o lugar donde residían. Pero, ambos lo pasaron bien, de tal forma, que, contra el propósito que se había hecho Sonia cuando decidió buscar aventuras sexuales de sólo una cita por hombre, rompió esa premisa y volvió a quedar con Pancracio el jueves de la Semana siguiente.

Habían pasado cuatro meses desde la primera cita. Ahora, Pancracio y Sonia se veían un mínimo de una vez por semana y habían tenido multitud de encuentros sexuales. Pancracio ahora ya conocía quién era el marido de Sonia (un perfecto cabrón, que aparte de acostarse con su secretaría, se dedicaba a joder a los madrileños) y él le había contado a Sonia los motivos de su separación. También le había contado que tenía un hijo de veinticuatro años, que no se llevaba bien con su madre y que tenía problemas de concentración en los estudios. Ahora, tenían toda una semana para ellos solos. El Concejal había partido de viaje a Colombia a supervisar las instalaciones que la Triple A (empresa filial del canal de Isabel II de la que el Concejal formaba parte del consejo de Administración) había montado en Barranquilla. Hacía unos días que a Pancracio le había dicho su hijo que se iba de vacaciones con unos amigos antes de que empezaran las clases de nuevo. Habían reservado un billete de avión (cada uno el suyo y Pancracio reservó Hotel en Ghadames (Libia), fuera de todos los cientos de ojos que en Madrid podrían reconocer a Sonia.
Paseaban despacio por el Zoco de la ciudad, cogidos de la mano, sin prisas, observando los puestos de especias, telas, joyas, alfombras y suvenires. Parecían dos enamorados en luna de miel. Se pronto, una mano se posó sobre el hombro de Pancracio quién, asustado, se dio inmediatamente la vuelta:
-¡Papá!
-Max, hijo, ¿qué haces tú aquí?
- Esta es Sonia.
- Encantado Sonia. Estos son Lucho, Fer y Antonio
Pasearon todos por el Zoco y mientras Sonia regateaba el precio de una baratija, Max le preguntó a su padre si la pelirroja no era la mujer de Bartolín. Pancracio movió la cabeza despacio de arriba abajo y le dijo al oído que ya se lo contaría todo en Madrid.
Se despidieron y aunque Pancracio insistió en invitarles a comer, ellos se negaron ya que partían en una hora para Trípoli.

CONTINUARA…

martes, 2 de febrero de 2010

Cuentos de hoy: Un perfecto socialista y español

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José Luis, permanecía sentado frente al televisor barriga en alto, brazos caídos, cerveza colgando y mirada perdida. La voz que salía de la televisión hablaba de un rotundo fracaso de la huelga general. Jose Luis, graznó un dios por lo bajines mientras maldecía por el poco éxito de la convocatoria. El no había secundado el paro porque su trabajo no se lo permitía pero creía y quería que la huelga fuera mayoritariamente secundada por el pueblo. José Luis siempre decía que era un hombre de izquierdas, conciliador y socialdemócrata. Votante, a veces a regañadientes, del Partido Socialista Obrero Español, estaba a favor de que la gente del mismo sexo pudieran casarse, del divorcio, del derecho de la mujer ainterrumpir su embarazo y del aumento del subsidio del paro a los más necesitados. Se declaraba no racista y sobre todo, español. Jose Luis, sin embargo, no entendía porqué había pensiones para la gente que nunca cotizó, ni porqué a su padre no le daban más de 1800 euros de pensión cuando había cotizado cuarenta años y en los últimos tiempos de trabajo su cotización había sido la más alta. Tampoco veía con buenos ojos que los inmigrantes pudieran empadronarse aún no teniendo papeles, ni que Mohamed le quitara el puesto de trabajo a su hijo, porque a saber dónde le habían dado el título al tal Mohamed. Además se enfadaba mucho cuando acudía a las urgencias sanitarias de Mapfre y había mucha espera y entre los pacientes que esperaban había mayoría de hispanos o de gitanos. Jose Luis era de esos que decía que un emigrante tiene más derechos y más prestaciones que un español y que aquí venía toda la chusma a delinquir. También era partidario de que la gente se pudriese en la cárcel porque, el que delinque, nunca se recupera y acaba volviendo a las andadas. Jose Luis no creía en dios, o eso decía, pero se casó por la iglesia, bautizó a sus tres hijos y asistía en verano a misa de 12 en el pueblo junto con sus amigos de la cuadrilla. Era por salvar las formalidades, según se justificaba. José Luis era el perfecto caballero español. Simpatizante de GreenPeace, aunque nunca dió ni un solo euro para esta causa. Alababa la labor de la Cruz Roja, pero una vez que le llamaron para hacerse socio, dijo que en ese momento no podía atenderles y que le volvieran a llamar. Luego, cada vez que le llamaban, decía que alli no vivía ningún Jose Luis Caballero España. Jose Luis, odiaba sobre todo a Aznar y a Esperanza Aguirre. Acudió como un clavo a la manifestación del "No a la guerra". Había interpuesto más de diez quejas por escrito al Ayuntamento de Ruiz Gallardón por diversos temas municipales, como bancos rotos, parques que se riegan demasiado o falta de barrenderos en su barrio. Jamás había pertenecido a ningún sindicato porque allí sólo estaban los vagos que se liberan para no trabajar. Tampoco había pertenecido a ningún tipo de Asiciación (ni al APA del colegio).
Jose Luis, vivía cómodamente en su adosado del extraradio madrileño. Cada mañana conducía su precioso y nuevo BMV de la Serie 3 para asistir a su trabajo en la central de REPSOL. Atravesaba toda la ciudad y nunca cogía el metro porque allí huele mal.
Jose Luis hacía honor a sus apellidos y era todo un caballero español, de izquierdas y todo un señor.

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