viernes, 4 de marzo de 2011

Desesperado Cuento

La cuerda, tensa, cuelga de la argolla que sujetaba la lámpara del salón. Un cubo con la estabilidad de un borracho sujeta a duras penas unos temblorosos pies que, parecen decir que aun no es el momento, que aun no ha llegado el instante en que harán que el cubo de media vuelta y salga disparado, que aún es pronto para que todo el cuerpo se tense como una maroma que sujeta un barco en un día de marejada, que todavía deben aguantar estoicamente porque no está todo perdido.

Por los altavoces del salón una triste melodía hace presagiar lo peor. Leire, la cantante de La Oreja de Van Gogh, susurra una historia de un amor imposible que se lleva por delante una bomba en un tren. Vene, cierra los ojos y absorbe la canción como quién ha caminado cien días por el desierto y de repente ve un oasis solitario con un agua cristalina.

Atrás quedaron sus años de lucha contra el franquismo. Las frías y húmedas celdas de los sótanos de la casa de Correos en la Puerta del Sol. Las hostias como panes de los grises. Los días pasados en Carabanchel donde ingresó siendo casi un niño. La primera amnistía. Las primeras elecciones. La Constitución, el 23-F, Felipe Gonzalez, La OTAN, … Todo pasa por su cabeza a la velocidad del AVE.

Pero esta canción, tan bonita y tan hijaputa a la vez que le clava millones de alfileres en el centro del alma. Esta canción, le duele la vida. La vida que se sesgó un día aciago de su único hijo. Las bombas que sesgaron las otras 190 vidas de inocentes que acudían a su trabajo. Y eso le duele. Le hace tanto daño que aún después de 7 años, no es capaz de superarlo.

Quizá sea esa la causa de este estado de melancolía permanente que le ha carcomido por dentro como los gusanos se comen la celulosa de los viejos árboles abatidos por el rayo. O quizá solo sea un gran chorro de agua que medio llenó el vaso de su vida y que poco a poco ha ido rebosando hasta tomar la decisión que está a punto de llevar a cabo.

Porque, cuando Vene echa la vista atrás, se pregunta de qué sirvieron las palizas, los años de cárcel, la clandestinidad, los sufrimientos de su mujer, las manifestaciones, las carreras delante de los grises, el sigilo de una ruidosa imprenta dónde salían panfletos como churros, las noches sin dormir en maratonianas reuniones, las frías madrugadas de Madrid, las muertes de sus compañeros a manos de la policía franquista. Venancio (Vene para los amigos) piensa ahora que aquello sólo sirvió para que cuarenta años después todo siga casi igual que antes. ¡Que joído el dictador, lo que se reían con aquello de atado y bien atado y resulta que era verdad!

Treinta y seis años en la clandestinidad, para esto. Treinta y seis años para que haya que empezar a luchar en la calle como lo hicieron durante el franquismo. Treinta y seis años en la clandestinidad para acabar fagocitados por los bisnietos de los hombres del régimen. Treinta y seis años en la clandestinidad y cerca de treinta en la semilegalidad.

Las escaleras cobran vida aunque Venancio sólo escucha una y otra vez el canto de la sirena Leire. La puerta ruge mientras la llave entra en sus entrañas, pero Venacio no está. Unos pasos llegan al salón, un grito, el cubo que gira, la cuerda que aprieta, unos brazos que sujetan el cuerpo de Venancio, una silla que sustenta unas piernas aun temblorosas, reproches, preguntas, ninguna respuesta, lloros, sollozos, lágrimas.

De nuevo, la vida ha sido injusta con Vene.


©Celemín 2011.